Opinion

Tarahumaras: profetas de la eterna resistencia

Carlos Murillo

2015-05-02

Juárez-Guachochi, 1-4 de mayo, Diario de Campo 1.
Siete horas desde Juárez a Parral. Es viernes. El autobús llegó a Villa Ahumada porque a los choferes les regalan la comida. Por regla general en esos lugares la comida es mala, este es uno de ellos. Prefiero comprar una coca light y unos cacahuates japoneses llenos de polvo, que un burrito de quién-sabe-qué. Ando paranoico desde el caso de los chinos que usaban carne de perro. Tengo un flash back, caigo en cuenta que agarraron al Chuyín, el jefe de la plaza en Villa Ahumada, así que el pueblo sigue en alerta. Pienso que México parece estar colgado de alfileres, primero Tamaulipas, después Jalisco, sabrá Dios que pase.
El chofer se detiene en la estación de Pistolas Meneses en Chihuahua y hace otra parada en la central camionera, ahí perdemos una hora mínimo, mientras yo aviento un par de maldiciones nomás por no dejar.
Ya estamos en Parral, son las dos de la mañana. Aquí lo evidente salta a la vista, es una ciudad donde se ve mucho movimiento, casas cuidadas, hoteles, muchos negocios, el centro está muy bonito. Llegamos a un hotel que está al lado de una Iglesia, el lugar me recuerda una película del nuevo cine mexicano, el encargado estaba dormido abajo del escritorio, finalmente se levanta arreglándose el pelo y hacemos el check in rápido.
Por la mañana yo quiero correr un poco y conocer la Capital del Mundo, salimos caminado, bajamos por una calle hasta llegar a un corredor que pasa por debajo de todos los puentes, más adelante veo unas casas pintadas de colores vivos, como los departamentos del Fovissste en Juárez, parecen casitas de juguete.
Después llegamos al Palacio de Alvarado, la verdad lo imaginaba más grande. En resumen, es bonito Parral.
“Ya no hay boletos para las doce, los hubieran comprado cuando vinieron a preguntar”, nos dijo una señora detrás del mostrador, con el mismo tono de cualquier vecina regañona, enseguida de ella un viejo octagenario con los ojos nublados recibe billetes y entrega cambio, seguramente es el dueño y no está dispuesto a dejar un peso fuera de su bolsa.
Llevo dos días en crocs, me gusta viajar ligero, pero debo comprar un peine, este nuevo look con el pelo largo tiene sus desventajas. Regresamos a la 1:45, y mi hermana Avelyn no da crédito a lo que ven sus ojos achinados, el viaje a Guachochi será en un viejo camión urbano, sin televisión, sin clima, sin internet, sin baño, en el pasillo hay unos tubos de PVC embalados que debemos brincar de un lado al otro. Con suerte encontraremos lugares disponibles, si no, iremos tres horas parados.
En el camino se me ocurre revisar los videos de la última visita a Guachochi, cuando visité la cárcel y entrevisté a ocho internos, todo está guardado en una memoria del celular. Antes los antropólogos narraban con redacciones asombrosas lo que veían sus ojos, ahora con la tecnología nos hemos hecho dependientes de las grabaciones, por eso todo lo escribo en un cuaderno además de tenerlo en video o en audio, en eso soy old fashion, cada vez que hago trabajo de campo me imagino que soy Lévi-Strauss o el mentado Malinowski.
Saco mi laptop y le conecto el celular, comienzo a acomodar los archivos mientras el camión rebota como si fuéramos arriba de un brinca-brinca, en un instante, como ocurren todos los cambios del universo, se me cae el celular y se desarma. Lo recupero bailando de un lado a otro, lo vuelvo a armar y lo conecto. ¡Sorpresa, no hay ningún archivo! Incrédulo vuelvo a desarmar en tres patadas el aparato y no está la memoria externa en su lugar. Todo el trayecto me dedico a buscarla hasta el último rincón a mi alrededor, llegando sigo y sigo buscando esperanzado en encontrar ese pedazo de plástico en el que guardo media vida. No hay nada.
¿Qué traía ahí? Videos del ritual de semana santa en la cárcel de Guachochi, los tarahumaras vestidos con su atuendo tradicional, el paliacate rojo, el calzón de manta, las manchas blancas en el cuerpo, y yo entrevistándolos como Nino Canún, oro molido porque es lo que todos queremos ver. Es lo que vende.
Me detengo a pensar. ¿Y eso es lo que quiero mostrar?, ¿el estereotipo del indígena tarahumara que todos hemos disecado en la memoria como si el mundo no se moviera?, el pueblo originario que sostiene el discurso de las raíces chihuahuenses, que habla de una raza que ha permanecido impermeable al mundo occidental, completamente estática, ¿en verdad quiero hablar de los rarámuris legendarios que siguen conservando intactas las tradiciones y que sólo viven en los libros de historia, venerados como el pasado majestuoso?.
Nos encantan las historias místicas de los indígenas muertos, ¿y qué hay de los vivos?, a esos ni los vemos, ¿qué de los indígenas de hoy?, ¿qué de los tarahumaras en la cárcel?, los invisibles. No, no quiero mostrar el misterio de una raza irreal. No es fácil de superar el espejismo de la información rentable, la imagen que todos queremos comprar: historias de lugares comunes, sobre un pueblo originario estigmatizado.
Un investigador novel, que se envuelve en la mercadotecnia del idealismo puede perderse en cualquier instante, al pretender que la historia y la teoría se adapten a la realidad, ahora recuerdo un pasaje que describe Paco Ignacio Taibo II, donde escucha a un anciano que le dice “somos lo que somos y no lo que los libros quieren que seamos”, así comienza mi tesis de maestría, ya lo había olvidado.
Ahora lo tengo más claro, dejar que se fueran esas fotos y esos videos, me hacen comprometerme con algo que he visto y que será un verdadero hallazgo, en términos de antropología jurídica, los tarahumaras que he entrevistado se han sometido completamente a la ley de los mestizos, no tienen ningún interés en pelear su derecho constitucional a mantener sus usos y costumbres, según los datos que he conseguido, en las reuniones dominicales de tarahumaras pocas veces tratan asuntos que tienen relación con alguna conducta que podría considerarse contra las reglas de la comunidad y, en términos generales, prefieren que las autoridades mestizas resuelvan los problemas, por lo tanto la justicia indígena está en desuso, se está perdiendo el interés por resolver sus propios problemas en las comunidades, el Gobernador Tarahumara se ha convertido en un enlace con la autoridad mestiza y eso refleja una realidad que nadie desea aceptar.
Ya es sábado, mi hermana Citlalli me dijo “deja ir tus preocupaciones con el agua”, creo que no se refería a la cascada de Guachochi, sino con el sudor y las lagrimas, así se van las preocupaciones, y sobre todo, se va el ego.
Hoy decidí cambiar el cuestionario en el que he trabajado durante un año. Me dirijo a la cárcel de Guachochi y la primera pregunta será ¿qué quieres decir?, no será lo que quiero que me digan, sino lo que estos profetas de la eterna resistencia le quieren decir al mundo, si es que le quieren decir algo, si no, el silencio también dice mucho.

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