Opinion

El capital vs las personas

Víctor Orozco

2015-04-25

El 21 de febrero de 1921, el Consejo de Salubridad del Estado, impuso una multa al general Luis Terrazas por la cantidad de cuatrocientos cincuenta y cinco pesos. El motivo de la sanción fue que  se negaba a conectar la red de drenaje público e instalar sanitarios en noventa y un casas (cinco pesos por cada una) de las cuales era propietario y tenía arrendadas en la ciudad de Chihuahua.  En el juicio de amparo interpuesto por sus apoderados para evitar la sanción, el abogado que representó al Consejo argumentó que “La falta de excusados en la ciudad trae el desprendimiento de gases mefíticos en la atmósfera cargándola de gérmenes patógenos que al respirarlos llegan al pulmón,  penetran al torrente circulatorio y pueden producir infecciones graves y no pocas veces mortales”. En consecuencia, alegaba, era improcedente que la justicia federal protegiera al quejoso, pues la medida oficial obedecía a una causa de interés público.
Por entonces, el exgobernador poseía muchas otras fincas urbanas en la capital y en otras ciudades, alrededor de dos millones y medio de hectáreas en los mejores terrenos, el grueso de ellos en Chihuahua y otros en Durango (el mayor latifundio en el mundo, se ha dicho) acciones bancarias, depósitos cuantiosos en bancos extranjeros y un sinnúmero de negocios...pero no quería colaborar con una pizca de sus riquezas para quitar las pestilencias en la urbe donde él mismo residía.
Es probable que su actitud fuera motivada porque compartía con sinceridad la idea de considerar a la propiedad un derecho “sacrosanto” e intocable, como era usual alegar en ese tiempo. Antes que consentir en acatar órdenes limitativas a este derecho, era preferible ir a los tribunales, así fuera para pelear en un juicio que de ganarse haría perder a todos, incluyéndolo, porque su señorial mansión distaba pocas cuadras de los corrales y patios dónde defecaban sus inquilinos. 
La otra explicación viene de un motivo más prosaico: ahorrarse a toda costa gastos innecesarios, para modificar costumbres centenarias, en un negocio que operaba así desde siempre. Pues, ¿Desde cuándo los chihuahuenses habían necesitado los excusados ingleses, demandados ahora por las autoridades sanitarias?. Pocos advertían, (quizá los médicos y algún raro observador), que las enfermedades infecciosas determinaban que menos del diez por ciento de los habitantes rebasara el medio siglo de vida. Ciertamente, la salud de las personas era secundaria frente a las ganancias. La propiedad privada lo era todo, la colectividad casi nada.
Podría pensarse que un siglo después nada es igual a lo narrado. Y en efecto, una gran cantidad de cosas son distintas. Comenzando con el hecho de que  múltiples hábitos higiénicos han sido adoptados por la mayoría de los mexicanos, aunque todavía el fecalismo al aire libre sigue practicándose en la periferia de las grandes ciudades (y con menos consecuencias en el campo). El uso de los antibióticos sobre todo, ha posibilitado que de treinta y dos años de expectativa de vida promedio en los tiempos de la multa, ahora andemos por los setenta y cinco.
Pero, apenas ponemos la vista en la manera como funcionan las grandes empresas industriales, agrícolas o de servicios, nos percatamos que las personas siguen importando menos que un bledo frente al lucro. En el ámbito medioambiental por ejemplo, ríos enteros, como el Lerma proveedor de agua a la ciudad de México, o el Sonora que riega las tierras de labranza en sus vegas, han sido convertidos en auténticos albañales y en corrientes de espumosos desechos químicos capaces de dañar irremediablemente o de liquidar a la fauna y a la cubierta vegetal. Minas de tajo abierto, explotan los yacimientos por un lapso de diez o quince años y dejan atrás pueblos abandonados, además de gigantescos agujeros y cerros de desechos estériles donde antes hubo arenales, aguas y montes.
Fijémonos en los servicios. Los bancos se desempeñan como genuinos expropiadores de salarios y ahorros. En el caso mexicano pertenecen casi todos a grupos extranjeros. Se benefician de los miles de millones de pesos transferidos por el erario  público gracias al llamado rescate bancario cuya carga nos pesa desde hace dos décadas. Y, todavía son objeto de un trato privilegiado que les permite alcanzar ganancias estratosféricas.  Obscenas, les llama un analista financiero. Si la economía en su conjunto apenas creció el año pasado un 3%, las utilidades de la banca lo hacen por  arriba del 15%. En 2013, sumaron 107 mil millones de pesos.
Thomas  Piketty  en uno de los más penetrantes estudios sobre el capital  publicados hasta hoy, escribió hace muy poco que en las sociedades tradicionales, como era en parte la mexicana hacia 1920, la desigualdad social brotaba de la oposición entre quien recibía la renta de los bienes raíces y quienes la pagaban. Estaba allí, afirma,  la fuente de todas las revoluciones. Tal contradicción no desapareció en el mundo industrial, sino que se exacerbó y parece que será  la constante en el siglo XXI. Con dificultades encontraremos a un gran dueño mezcla de primitivismo y modernidad como lo fue el famoso general Terrazas, pero en sustancia la expoliación del trabajo  en escala universal llevada al cabo por un contemporáneo barón financiero como  Carlos Slim a través de las cuotas telefónicas sobre preciadas que nos hace pagar, o de los inusitados cobros a los clientes en los gigantescos estacionamientos de sus “malls” es igual a la que ejecutaban los casatenientes antiguos con sus inermes arrendatarios. ¿Y qué decir de las tarifas impuestas por las empresas gaseras a los indefensos usuarios?.
Igual que antaño, dan lugar en un polo  a una minúscula élite de privilegiados que acumula inconmensurables riquezas y a otro donde se juntan millones de esforzadas familias en brega constante para cubrir alimentos, abonos de casas y autos, colegiaturas, transporte. Mas abajo, todavía están quienes rozan los niveles de sobrevivencia.
La historia enseña cómo en la disputa por los bienes generados socialmente, la mayoría puede convertirse en una eterna perdedora ante una pequeña minoría abusiva y adueñada no sólo de los medios de producción, sino también del poder político, a través de un Estado corrupto y corruptor. Esto nos ha sucedido en México, en mucho mayor grado que en otros países, en los cuales, leyes y políticas públicas ayudan a paliar la voracidad del capital y contribuyen a repartir la riqueza entre un mayor número de personas. Caminando en sentido contrario a esta dirección,  las cacareadas reformas estructurales promovidas por la actual administración constituyen otra vuelta a la tuerca en la entrega de nuevas generaciones de mexicanos a la insaciable hambre de ganancias.
En el valle de San Quintín esa zona de alta producción de fresas, tomates y pepinos para la exportación, a los jornaleros “se les incluyen” en el salario diario las prestaciones laborales obligatorias como el pago del aguinaldo, de las vacaciones,  de los días festivos.
Sus “sindicatos” así lo pactaron en contratos colectivos que nadie conoce. En los campos, laboran niños entre 10 y 15 años porque sus familias no pueden enviarlos a la escuela. Ayer se fueron a la huelga indefinida, después de marchar por más de veinte kilómetros, cargando con fogones y morrales de tortillas. Ya se puso en marcha una campaña mediática en su contra. “Están manipulados” “Los agita la CNTE de Oaxaca”. Representan estas heroicas luchas de resistencia de los desposeídos frente a los privilegios del capital.
En los años veinte, cuando se iniciaban los balbuceantes repartos agrarios, a quienes se atrevieron a organizar sindicatos y huelgas, cultivar tierras abandonadas por causas del movimiento armado, o a los solicitantes de ellas, se les tildaba de haraganes, ladrones, buenos para nada.
Se pensaba que Dios había puesto en la tierra a los hombres y mujeres, así como a los recursos naturales, para ser explotados a voluntad de sus afortunados y no pocas veces predestinados poseedores. ¿Qué tanto hemos cambiado esta ideología y a las condiciones reales de donde brota?

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