Opinion

De política y cosas peores

Catón

2015-04-16

El alcalde del pueblo fue al convento. Le dijo a la madre superiora: "Vengo a invitar a sus monjas a las fiestas patronales". Inquirió la reverenda, suspicaz: "¿Pa' tronales qué?". Doña Macalota le informó a su esposo: "El coche tiene agua en el motor". Preguntó don Chinguetas: "¿Cómo lo sabes?". Respondió ella: "Porque no frené y cayó en la alberca". El gato a la gatita: "¡Sería capaz de morir por ti!". La gatita al gato: "¿Cuántas veces?". Babalucas encontró un buen asiento en el avión, con excelente vista. Apenas lo había ocupado llegó un hombre y le dijo: "Ése es mi asiento". Contestó el badulaque: "No me importa. De aquí no me muevo". "Le digo que ése es mi asiento -insistió el otro-. Soy el piloto". Se llamaba Epítome. Epítome Cuadrado. Todos, sin embargo, le decían don Pito. A él eso lo desazonaba mucho, pues sus compañeros de oficina le hacían bromas que ni siquiera entendía. Le decía uno: "Don Pito: agarre usted su lugar", y todos soltaban la risa. Otro lo invitaba con exagerada cortesía: "Don Pito, siéntese por favor", y el personal entero, incluidas las secretarias, rompía en estrepitosas carcajadas. Don Epítome era poco dado a chocarrerías, y no se explicaba el motivo de tales algazaras. Esbozaba un gesto que quería ser sonrisa pero que era en verdad un lamentable rictus. ¡Ah, si don Epítome hubiese conocido el Rigoletto de Verdi les habría cantado a sus atormentadores aquello de "Cortigiani, vil razza dannata"! Por desgracia sus conocimientos musicales se limitaban a "La varsoviana" y al vals "Ojos de juventud". En un solo lugar hallaba el señor Cuadrado consuelo a sus pesares: en la casa de su amiga la señorita Solicia Sinpitier. Ella no le decía Pito, sino don Epítome, pese a que él la llamaba con el hipocorístico Lichita. La visitaba todos los jueves, de 5 a 7 de la tarde. Los dos bebían una copita de vermú y entretenían el tiempo que duraba la visita en honestas conversaciones y escuchando discos del doctor Ortiz Tirado. A veces él le proponía adivinanzas que la señorita Sinpitier nunca podía descifrar. Le decía, por ejemplo, aquella de "Agua pasa por mi casa.", y respondía ella: "¡El elefante!". O le recitaba: "Lana sube, lana baja", y volvía ella a contestar: "¡El elefante!". Una tarde, luego de que las bromas en la oficina habían sido más pesadas que de costumbre, Don Epítome llegó a la casa de Solicia y le preguntó si no tenía algo un poquito más fuerte que vermú. Le indicó: "Cualquier cosa, Lichita, menos tequila, pues esa rica y mexicanísima bebida obra un efecto raro en mí: apenas me tomo una copa tequilera surgen en mí eróticos impulsos de libídine que me incitan a lanzarme sobre la mujer que tengo más cerca para hacerla objeto de tocamientos lúbricos y luego cebar en ella mi instinto de másculo verriondo". "¡Feliz coincidencia! -exclamó feliz la señorita Sinpitier-. Precisamente tengo en la alacena una botella de Sauza Hornitos reposado". "Pero, querida amiga." -quiso oponer don Epítome. "No hay pero que valga, señor mío" -replicó traviesamente la señorita Sinpitier. Y así diciendo fue por el tequila de la prestigiada marca mencionada ut supra y le sirvió al señor Cuadrado medio vaso, de los grandes. Don Epítome le dio un trago y de inmediato se transformó, igual que Lon Chaney en las películas del Hombre Lobo. Se precipitó sobre Solicia y la tumbó de espaldas en la otomana de la sala. Y quién sabe qué habría sucedido -lo imagino- si no es porque al recibirlo en sus brazos exclamó ella con exaltado acento: "¡Pito mío!". Eso hizo que de inmediato a don Epítome se le cayera el ánimo, si me es permitido el eufemismo. Lo que pudo haber sido deliquio pasional se convirtió en naufragio. Todo por el Pito, dicho sea sin intención segunda. De este largo relato derivo una enseñanza que el señor Carreño recogió en su utilísimo Manual de Urbanidad: aun en los momentos de mayor intimidad se deben observar las reglas del buen trato social. No es lo mismo decir: "¡Muévete, mamacita!" que: "Moveos por favor, amiga mía". Recordémoslo siempre: sin respeto no hay verdadero amor. Hay dos reglas básicas para tener éxito en política. La primera: nunca digas todo lo que sabes. FIN.

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