Opinion

De política y cosas peores

Catón

2015-04-13

Distrito Federal– Un individuo comentó: “Mi esposa es un objeto sexual. Siempre que le pido sexo objeta”... El petrolero texano llegó al Banco Mundial y dijo: “Vengo a pedir un préstamo”. Le preguntó el director: “¿Cuánto quiere?”. Replicó el texano: “¿Cuánto tienen?”... La linda chica invitó a Babalucas: “Ven esta noche a mi casa. No habrá nadie”. Fue Babalucas. Y en efecto, no había nadie... Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, recibió en su casa la visita de don Gerontino, añoso caballero. Le ofreció una copita de rosoli, y luego otra, y otra más. Animado por esas libaciones don Gerontino dijo: “Amiga mía: podrá haber invierno en mis canas y otoño en mi rostro, pero llevo en el corazón un cálido verano”. Replicó la señorita Celiberia, a quien también le habían hecho efecto las copitas: “Todo eso del invierno, el otoño y el verano en las canas, el rostro y el corazón está muy bien, don Gerontino. Pero me gustaría que tuviera un poco de primavera más abajo”. El famoso general daba una conferencia a los soldados. Dijo: “Fui militar durante 50 años. Combatí en cuatro guerras, anduve por los cinco continentes, y nunca me sucedió nada malo”. Un recluta le comentó, admirado, a su vecino de asiento: “¡Qué suerte tuvo! ¡Deben haberle tocado puras muchachas sanas!”... El bebé nació pelirrojo. La enfermera, curiosa, le preguntó a la flamante madre: “¿El papá del niño también es pelirrojo?”. “Quién sabe –respondió la muchacha–. No se quitó el sombrero”... Alguna vez un sociólogo, un economista o un historiador hará el balance de la Reforma Agraria realizada en tiempos del Presidente Cárdenas, con el reparto de tierras y la creación del ejido, y dirá la verdad acerca de los efectos que trajo consigo esa reforma. La historia oficial se encargó de inventar una leyenda negra acerca de las haciendas mexicanas. Se trazó el dibujo de un hacendado feroz que esclavizaba a los peones y los tenía atados a la hacienda igual que siervos de la gleba. No dudo que hayan existido algunos de esa laya, pero la verdad es que el caso general era el del hacendado paternalista que protegía a sus trabajadores –siquiera fuese por interés– y les daba una existencia digna. En todos los casos las haciendas de México eran altamente productivas. ¿Cuáles fueron, en cambio, los frutos del ejido? La tierra se dividió en tal modo que dejó de producir. En el campo se instauró una tremenda corrupción. Los campesinos quedaron convertidos en una especie de menores de edad o incapacitados que ni siquiera eran dueños de la tierra que trabajaban, y a quienes los líderes explotaron más que cualquier hacendado de los antiguos tiempos. En lo general el ejido acabó produciendo sólo una tristísima cosecha de migrantes que abandonaron el campo para ir a buscar la vida en la ciudad o en los Estados Unidos. Decir eso no es políticamente correcto. Pero es la verdad. En el consultorio médico el señor le preguntó a la mujer: “Perdone mi curiosidad, señora: ¿con qué lee usted?”. “Con los ojos, naturalmente” –respondió ella, atufada–. “Ah, vaya –dijo el señor–. Como hace media hora está sentada arriba del periódico...”... Eglogia, muchacha pueblerina, se vio precisada a ir a la ciudad en busca de trabajo. Muy desconsolado se quedó en el pueblo Gorgonio, su marido. Pasó un año sin que los dos se vieran. Cierto día Gorgonio recibió un telegrama: ¡Eglogia regresaba al pueblo! Debía él ir a esperarla en la estación del tren tal día a tal hora. Cuando llegó la feliz fecha ahí estaba Gorgonio en la estación, a lomos de su burro. No vio, sin embargo, que por ahí andaba una burrita. El asno se alborotó. Empezó a rebuznar, agitado; se meneaba y revolvía en tal manera que su dueño apenas lo podía contener. “¡Mira! –le dijo Gorgonio al jumento entre enojado y burlón–. ¡Como si el telegrama lo hubieras recibido tú!”... Al salir de la iglesia donde se casaron el novio y la novia estaban recibiendo las felicitaciones de familiares y amigos. El recién casado se sorprendió al ver que de pronto su mujercita se levantó el vestido y, volviéndose de espaldas, le mostró a un sujeto sus lindos y  profusos encantos posteriores. “¿Qué haces, Nalgarina?” –le preguntó espantado. Respondió ella con vengativo acento: “Ese pendejo fue mi novio, y quiero que vea de lo que se perdió”. FIN.

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