Opinion

El caso Aristegui y los conflictos de intereses

VÍCTOR OROZCO

2015-03-28

“La relación laboral está terminada”. Así, de manera tajante y conclusiva, respondió la empresa MVS a la propuesta de la periodista Carmen Aristegui para concertar un acuerdo conciliatorio. Con cinco palabras se canceló la posibilidad de reabrir el espacio informativo con mayor audiencia en el país y sobre todo, el que gozaba de mayor credibilidad y confianza entre los usuarios. De las muchas aristas desde las cuales se puede examinar el tema, destaco aquí aquella derivada de la pugna de intereses y derechos. Me explico.
El invocado por la empresa es el que le asiste al dueño –con ciertas limitaciones– para rescindir un contrato laboral, despedir a sus empleados asalariados, regular la forma y las condiciones de trabajo, cambiarlas, disponer libremente del patrimonio de la empresa, establecer acuerdos con las autoridades, entre otros.
Al derecho fundamental que recurre el grupo de periodistas encabezado por Carmen Aristegui y que trasciende a la relación obrero-patronal, es el contenido en el hoy amplísimo artículo 6 de la Constitución. Allí se dice: “Toda persona tiene derecho al libre acceso a información plural y oportuna, así como a buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole por cualquier medio de expresión”.
Cada uno de estos derechos, representa intereses distintos y contradictorios. Examinemos el primero. Su existencia proviene de la relación del dueño del capital con el trabajador asalariado. Al reconocérsele la propiedad de los medios con los cuales se produce (unos zapatos, un automóvil, un periódico o una transmisión radioeléctrica) la ley también le concede la propiedad de las habilidades, talentos, inventiva y hasta de la imaginación de aquellos a quienes les compra un tiempo de su vida. Durante este lapso, todas estas cualidades y aptitudes mencionadas son puestas al servicio del dueño-comprador, quien junto con la pertenencia de ellas, adquiere el derecho de prescindir del trabajador cuando así lo decida. El ejercicio de esta facultad no es absoluto, sino que tiene una limitación normativa. La Constitución previene en el artículo 123 que: “Los trabajadores sólo podrán ser suspendidos o cesados por causa justificada en los términos que fije la ley. En caso de separación injustificada tendrá derecho a optar por la reinstalación en su trabajo o por la indemnización correspondiente, previo el procedimiento legal”. Así que, el patrón no puede según la ley, correr o despedir a un trabajador a su servicio sin más. Y si lo hace, la autoridad puede obligarlo a que lo reinstale con todos sus derechos a salvo. Hasta aquí todo parece muy bien por lo que hace a la protección de la vida del asalariado –porque su tiempo es su vida–. Sin embargo, el regreso del trabajador a su puesto, está precedido de un procedimiento legal. Y en el detalle está el diablo. Tal juicio, puede durar largos meses o años, al cabo de los cuales, casi en el 100 por ciento de los casos, el despedido opta por negociar una indemnización, presionado por las cargas familiares, las deudas u otras obligaciones. Al final y para fines prácticos, el obstáculo puesto al patrón para expulsar al trabajador de su plaza, se torna en una cuestión de más o menos pesos.
Pensemos en el segundo de los derechos. Aquí tenemos dos titulares: el periodista que busca, recibe y difunde informaciones e ideas por cualquier conducto. Y, el resto de las personas que accedemos a esta información, cuyos distintivos deben ser la pluralidad y la oportunidad. La primera parte, consagra el antiguo derecho a la libertad de expresión –o imprenta como se le llamó en sus orígenes– el cual fue el instrumento por excelencia para alcanzar el resto del catálogo (de conciencia, de trabajo, de enseñanza, de movimiento y recientemente el de libre acceso a la información). Este párrafo del artículo sexto de la Constitución, combina pues, un derecho antiguo con uno novedoso. Juntos, integran uno de los valores civilizatorios de mayor relevancia. Sin su existencia y sin los medios para garantizar su efectividad, las sociedades se hunden en la miseria de las dictaduras, de la manipulación, de la corrupción, la mentira y los engaños.
El caso Aristegui revela una pugna entre un bien público de la mayor categoría y un interés privado, el del patrón que puede disponer a su discreción de este mismo bien general, al reducir el conflicto a una cuestión obrero-patronal, “entre particulares” como quiere el gobierno federal.
Esta antítesis entre dos derechos e intereses, no es algo extraño entre la multiplicidad de conexiones, estatus jurídicos, vínculos institucionales, integrados en la compleja trama social. Entre mayor es el autoritarismo y más el poder acumulado por los intereses privados o burocráticos, mayor será la inclinación de la balanza a favor del derecho de inferior categoría y del interés particular, en contra del superior y colectivo.
Ilustrado con otros ejemplos, se entiende mejor el problema. Tomemos el caso de los profesores e investigadores en las universidades. Su función es enseñar y producir conocimiento. Para desempeñar con eficacia tales tareas, éstas han sido protegidas por un orden legal que les garantiza la libertad de cátedra y de investigación, usualmente cobijadas ambas, por el régimen de autonomía de las universidades frente a la administración gubernamental. Al mismo tiempo, los académicos son trabajadores asalariados. ¿Y qué sucede cuando alguno o un grupo de ellos, es despedido o expulsado de la casa de estudios por la autoridad, ateniéndose al “derecho” que le corresponde como patrón? Pues que el bien público y el interés general, consagrados en las susodichas libertades, son sacrificados en aras de la prerrogativa de los dueños, que pueden ser tales o bien, funcionarios oficiales de la institución.
Pensemos en otra situación. Un club social u organización cualquiera, impide el ingreso a una persona por su preferencias sexuales o por cualquier otra causa discriminatoria. Se apoya en su carácter de entidad privada y por tanto poseedora del derecho de admisión. Frente a esta potestad, se alza el derecho universal, amparado por la constitución, en virtud del cual todas las personas merecemos igual trato, ajeno a segregaciones. Si triunfa el dueño, por encima de este derecho, se imponen los atavismos religiosos, las fobias y los prejuicios.
Distintos métodos y herramientas jurídicas han sido diseñados para permitir la coexistencia de estos intereses.  Por lo que hace a los medios de comunicación, muchos de ellos han redactado código de ética para preservar la calidad y la imparcialidad en la difusión de la información. De igual manera se han instalado árbitros para dirimir controversias entre los profesionales del periodismo y los propietarios, también ombdusmans o defensores de los derechos que tenemos los radioescuchas, lectores y televidentes. La eficacia de estos recursos es nula, sin embargo, frente a los zarpazos del poder estatal, empeñado en cancelar voces y acallar críticas. No es de ninguna manera casual que le debemos a este equipo de periodistas la investigación sobre la famosa casa blanca, reveladora de una red de corrupciones en las altas esferas de la burocracia política mexicana, empezando por el presidente de la República. Uno de estos golpes de mano es lo que ha silenciado la voz de Aristegui. Si no se reinstalan sus transmisiones, los mexicanos habremos perdido una valiosa arma para combatir la impostura, la corrupción y el autoritarismo, invasoras hoy, como una mancha incontenible, de todas nuestras instituciones.
Finalmente, ¿a cuál sociedad y a cuál Estado aspiramos? Con seguridad, el grueso opinaremos que a unos capaces de discernir y colocar arriba los derechos, valores e intereses de mayor jerarquía. Es decir, a la primacía de lo público sobre lo privado. Ello, de ninguna manera implica la devastación o aniquilamiento de los legítimos intereses particulares, como ha sucedido en los sistemas totalitarios. Lejos de ello, es en una sociedad democrática, abierta, participativa, dónde las aspiraciones y afanes personales, encuentran los mejores suelos y climas para desarrollarse.

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