Opinion

El peso de los fanatismos

VÍCTOR OROZCO

2014-08-16

Decía Juan Jacobo Rousseau que las leyes de la geografía regulan todas las religiones del mundo. Tan sólo consideremos dos o tres preguntas simples para entender este razonamiento. ¿Conocían los redactores de la Biblia, El Corán o el Talmud la existencia de los canguros, bisontes o llamas? ¿Y del maíz, las papas, los tomates o las piñas? ¿Y de los hombres y mujeres con la piel cobriza o amarilla? ¿Por qué Dios, omnisapiente, no los incluyó en los textos sagrados?. ¿Y si los chinos hubiesen apresurado a sus navegantes para llegar primero a las tierras del llamado continente americano, acaso sus habitantes sometidos no hubiesen abrazado el budismo en lugar del cristianismo, el culto fundado por el hijo de Dios?. ¡Ah!, las mundanas “leyes de la geografía”.
Con tales reflexiones, llevaba a los de su época a preguntarse las razones por las cuales el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, reclaman para sí la verdad y a su Dios cómo el único: el que es. Si la expansión de estos tres cultos monoteístas tiene su explicación en los acontecimientos históricos que el filósofo ginebrino condensa en su aguda frase, se derrumba la pretensión de un origen extra natural, divino y en consecuencia también la de ser las “genuinas”, “verdaderas”, “portadoras de la palabra de Dios”, anunciadoras y receptoras de los mesías y profetas, etcétera.
Si consideramos la función desempeñada por estas creencias a lo largo de la historia, buena parte de las guerras, imposiciones atrabiliarias, aberraciones, genocidios, quemas de brujas, persecuciones de herejes y un sinnúmero de atrocidades se hubiera evitado el mundo sin su existencia, pero sobre todo de sus portadores, las iglesias, los gobiernos y los ejércitos a su servicio. Menor mal hubiese sido la sobrevivencia del mundo pagano, con su multiplicidad de dioses y mitos que podían convivir sin estorbos. Al menos no andarían los pueblos matándose entre sí por ese Dios único, celoso, reclamante de fidelidad absoluta, cuyos misteriosos designios sólo conocen sus intérpretes: los sacerdotes, mullahs, rabinos, patriarcas, pastores, papas o ayatolas.
Estos odios religiosos, desde luego, no son los únicos que han provocado y provocan las carnicerías. Pero sí son los de mayor duración y consistencia. De hecho, se trata de aversiones irreductibles, pues cuando a un individuo o a una colectividad se le persuade que debe matar y morir por Jehová, Jesucristo o Alá, se esfuma la posibilidad de la coexistencia pacífica. Cuando hoy mismo escuchamos o leemos a los extremistas judíos o musulmanes clamar por el exterminio de sus contrarios, resuenan las voces de los fanáticos de todos los tiempos, desde aquellos llamados bíblicos a desgarrar el vientre de las mujeres filisteas y aplastar la cabeza de sus criaturas. Tales actos de salvajismo se han repetido y agravado a lo largo de los siglos, siendo su venero principal las disputas por motivos religiosos.
En el mundo occidental, se pretende hacer creer que los excesos son exclusivos del Islam. Aquí, se dice, es imposible que lapidemos a las adúlteras, consintamos en la ablación del clítoris o llamemos a las guerras santas contra los infieles. La superación de estas atrocidades, junto con el reconocimiento de los derechos de las personas, se ofrecen cómo si fueran propios del cristianismo en sus diversas versiones, olvidando que la humanidad debe cada una de sus emancipaciones a los audaces cuestionadores de los dogmas, muchos de los cuales fueron sacrificados en el potro o en la hoguera.
Las iglesias cristianas y las judías, han ido perdiendo una batalla tras otra en su ambición de conservar el control absoluto de las conciencias y de la vida de las personas. Sin embargo, mantienen viva tal aspiración. Un escritor católico dice que el Estado debe abstenerse de coaccionar a las personas en materia religiosa y que los de su credo gozan también de la libertad de actuación respecto a la jerarquía. Y hasta aquí nadie lo objetaría.  Pero, en consonancia con la doctrina y la práctica de esta jerarquía, añade: “…aunque con la obligación de seguir el Magisterio”. Es decir, los católicos –y por extensión todos los cristianos- deben normar sus decisiones familiares, sus comportamientos cívicos o políticos, con sumisión a los mandatos de los prelados. En el tema, se advierte que no hay diferencia con los enunciados de judíos recalcitrantes –hoy en el gobierno de Israel- o de los integristas musulmanes, afanosos en hacer obligatoria la bárbara ley Sharia. Si pudieran, estos apostólicos próceres –y a veces parece que están a punto de lograrlo- impondrían a las leyes y a las políticas públicas sobre todo a las educativas, cada uno de los dogmas y aberraciones religiosas, como negar la evolución de las especies y enseñar en las escuelas el mito del creacionismo para explicar el origen de la vida. Y de allí en delante: censurar candidaturas, perseguir mujeres por abortar, segregar a los homosexuales, labrar complicidades con funcionarios a cambio de favores mutuos, usar el dinero público para promover la fe. En México, por cierto, durante los últimos años varios gobernadores han sido la punta de lanza en este proyecto de regresión histórica, conforme al cual se busca terminar con el laicismo del Estado y con ello de las libertades públicas.
La hecatombe actual en la franja de Gaza, donde el ejército israelí perpetra un genocidio, los fanatismos religiosos se muestran en todo su esplendor, como protagónicos e irreducibles. Combinados con ellos, operan los intereses geopolíticos y económicos. Y de igual manera, los conflictos internos en torno al dominio y al poder. Las masas ganadas por la religiosidad, ponen la carne de cañón, mientras que los dueños instalados en los sitiales del estado y de las organizaciones religiosas, manejan el tinglado. Esta enésima guerra entre judíos y musulmanes, pone en evidencia el acierto de un juicio externado por  Richard Dawkins, autor del libro El Espejismo de Dios, bestseller en 2006 y uno de los textos actuales más leídos en inglés: “La fe revelada no es una tontería inofensiva, puede ser una tontería letalmente peligrosa. Peligrosa porque le da a la gente una confianza firme en su propia rectitud. Peligrosa porque les da el falso coraje de matarse a sí mismos, lo que automáticamente elimina las barreras normales para matar a otros. Peligrosa porque les inculca enemistad a otras personas etiquetadas únicamente por una diferencia en tradiciones heredadas. Y peligrosa porque todos hemos adquirido un extraño respeto que protege con exclusividad a la religión de la crítica normal. ¡Dejemos ya de ser tan condenadamente respetuosos!”.
Una de las trampas en las cuales se envuelve con frecuencia a los creyentes, es asociar o confundir a los principios éticos con los códigos religiosos. Fuera de las enseñanzas derivadas de los libros sagrados e impartidas en las iglesias y escuelas confesionales, no existe la moral y quienes no profesan religión alguna son malvados por definición, porque carecen del freno supremo que es el temor a dios. Los que permiten ser enredados en esta soflama, ya están listos para ser obedientes soldados de su recelosa deidad.  No advierten que el buen comportamiento, el respeto por los demás, la disposición para las acciones altruistas, el cuidado de la naturaleza, son emblemas fraguados durante milenios por la acumulación de los sedimentos de una civilización tras otra. Quien no encadena su vida a un catálogo y a un comportamiento dictados por los intérpretes de cualquier culto, lejos de convertirse en un inmoral, está en condiciones de elevarse por encima de las miserias y las querellas religiosas para adoptar una ética universal, síntesis de las mejores aportaciones de todas las culturas.
El camino recorrido para liberarse de los abusos e imposiciones es muy largo y las conquistas de la razón sobre revelaciones y supersticiones son impresionantes. Queda, sin embargo una larga senda por delante. El peso de los fanatismos en las relaciones políticas y sociales en general es todavía decisivo. Las guerras en el Medio Oriente, de cuyos antiguos pueblos heredamos esta calamidad del exclusivismo religioso y estas “verdades” sagradas, constituyen una muestra de este hecho. Compartiendo el optimismo contagioso desplegado por los estudiantes de Córdova, Argentina hace un siglo,  traigo a colación una frase de aquel memorable manifiesto lanzado en 1918, aprendida en mi juventud temprana: “Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”.

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