Opinion

De política y cosas peores

Catón
Escritor y periodista

2013-04-10

"¿Te atormentan por la noche pensamientos impuros?”. Eso le preguntó el severo confesor a Himenia Camafría. “No, Padre –respondió la madura célibe–. Más bien me entretienen bastante”... Otra añosa soltera, la señorita Celiberia Sinvarón, fue asaltada por un maleante en un oscuro callejón. “No se asuste –le dijo el delincuente–. Lo único que me interesa de usted es su dinero”. “Dinero, dinero –se irritó Celiberia al tiempo que echaba mano a su monedero–. ¿Sólo en eso piensan los hombres?”... Don Frustracio, el sufrido esposo de doña Frigidia, le contó a un amigo: “Creo que por fin anoche mi mujer sintió algo cuando le estaba yo haciendo el amor”. Inquirió el otro: “¿Por qué supones eso?”. Explicó don Frustracio: “En ese momento ella estaba hablando por teléfono con una amiga, y de pronto le dijo: ‘Discúlpame, creo que voy a colgar”... No es cuestión de principios, es cuestión de dinero. En México muchos de los llamados “representantes populares” ni son representantes ni son populares. El PRI nunca ha sentido remordimientos de conciencia, pero llegó el día en que necesitó dar al país una apariencia democrática, para no desafinar en el concierto de las naciones civilizadas, y entonces le regaló a la oposición escaños y curules. La Cámara Baja –siempre ha justificado el nombre– se llenó con diputados de partido, plurinominales, de representación proporcional, etcétera, y el Senado se desvirtuó para dar cabida a senadores que ni siquiera habían ganado una elección, pero que por arte de birlibirloque amanecían convertidos en padres de la patria. Ha desaparecido la situación viciosa que dio origen a esa viciosa situación. Cayendo y levantando, a gritos y sombrerazos, los mexicanos hemos ido conquistando poco a poco ese valor social, la democracia, sin el cual no son posibles ni la plena justicia ni la completa libertad. No deberían existir ya, entonces, tales diputados y senadores que a nadie representan aparte de a sus partidos y a sí mismos. Nadie debería llegar al Congreso sino a golpes de voto, si me es permitida esa expresión tan expresiva. Un país pobre –y México lo es– no puede darse el lujo de tener partidos políticos ricos y un número excesivo de diputados y senadores, muchos de los cuales ni siquiera tuvieron que molestarse en hacer campaña para obtener el puesto. Yo digo que a mayor número de “representantes populares” mayor subdesarrollo. Y nosotros estamos muy subdesarrollados... Cumplida está por hoy, inane pendolista, la misión que a ti mismo te fijaste, de orientar a la República. Puedes entonces ir ahora por los amenos prados del humor, sin mengua alguna de la gravedosa solemnidad y parsimonia que deben acompañar a tu trascendente misión editorial... Todo hombre quisiera ser tan guapo y tan inteligente como su madre cree que es; tan rico como sus hijos creen que es, y tener tantas mujeres como su esposa cree que tiene. Doña Macalota sospechaba que su marido, don Chinguetas, le era infiel. No llegaba al deplorable extremo de aquella celosísima señora que cada vez que su esposo llegaba tarde a casa lo obligaba a poner sus atributos de varón en una palangana con agua para ver si flotaban, lo cual sería evidencia irrecusable de haber sido recientemente usados; pero sí le revisaba acuciosamente las hombreras del saco a fin de hallar en él algún cabello femenino que delatara su infidelidad. Como no encontraba ninguno se ponía rábida, y bufaba: “¡Desgraciado! ¡Me estás engañando con una mujer calva!”. Por causa de esos celos enfermizos –celos del aire se llamaban antes– el matrimonio estaba a punto de irse a pique. Alguien le aconsejó a doña Macalota que buscara consejo profesional, y un terapeuta le recomendó que en vez de celar y zaherir a su marido lo mimara y consintiera. Cierta noche don Chinguetas se reunió con amigos y empinó el codo más de lo que aguantaba el resto de su cuerpo. Llegó a su casa en horas de la madrugada, cayéndose de borracho. Su fiera consorte lo estaba esperando, pero en vez de recibirlo con dicterios y sospechas, como siempre, lo abrazó cariñosamente y le dijo con meliflua voz: “Ven, mi amor. Vamos a la cama”. Don Chinguetas, desconcertado, le echó el brazo al hombro y farfulló: “Vamos, linda. De cualquier modo ahora que llegue a la casa mi mujer me va poner como trapeador”... FIN.

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