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Maíz oaxaqueño seduce a chefs de EU y Europa

Victoria Burnett / New York Times News Service

2016-02-13

Santa Ana Zegache, México— En la cuna del maíz, nadie parecía necesitar la cosecha de Juan Velasco.
Durante unos cuantos años, fue incapaz de vender la mitad de las mazorcas color naranja con abundante grano que había cosechado. No hay mercado de agricultores en esta comunidad a la que se llega por un camino de tierra en las planicies centrales de Oaxaca, e intermediarios ofrecían precios tan bajos que tenía más sentido alimentar con maíz a sus ovejas.
Así que hace dos años, Velasco, de 46 años, vendió la mitad de su tierra, reduciendo su propiedad a 3.2 hectáreas.
“Fue mucho trabajo, ¿y para qué?” dijo, arrancando maíz de tallos desiguales que crecen entre filas de calabazas en una tarde invierno. “Inviertes, y no ganas dinero”.
Pero, ahora, Velasco dice que planea expandirse para cubrir la demanda de una fuente inesperada. En Nueva York, Los Ángeles y más allá, el gusto por la comida mexicana de alta calidad y su sencillo elemento central, la tortilla hecha a mano, ha creado un pequeño pero creciente mercado para el maíz nativo, o landrace, que es central para la vida en estas mesetas y para la identidad mexicana.
Santa Ana Zegache, comunidad zapoteca de alrededor de 3,000 personas, es una cuadricula de calles tranquilas y complejos de adobe, conocida por sus pugnaces residentes y elaborada iglesia del siglo XVII.
Los agricultores aquí cultivan maíz amarillo oscuro, blanco y borgoña en pequeñas parcelas, de manera muy similar a como lo han hecho desde que la planta fue domesticada en México miles de años atrás. Comen parte de lo que cultivan y venden el resto, guardando las semillas para la siguiente temporada.
“El maíz está en nuestras raíces”, dijo Lorenzo Gaspar Montes, de 50 años, oficial de policía que cultiva 2.7 hectáreas en Santa Ana, aduciendo el mito maya en el que las deidades crearon a los humanos a partir del maíz.
México cultiva alrededor de 59 variedades de maíz y consume más del grano per cápita que casi cualquier otro sitio en la Tierra.
“Está en cada platillo que hacemos”, agregó Montes.
El apetito por el maíz nativo ofrece esperanza a pequeños agricultores que han sido golpeados duramente por la competencia a lo largo de los últimos 20 años de barato maíz estadounidense y pudiera salvar variedades que, de lo contrario, desaparecerían conforme agricultores bajaran sus herramientas y se fueran al Norte.
Cientos de pequeños cultivadores han renunciando a sus granjas a lo largo de las últimas dos décadas, luego que terminara un programa gubernamental para apoyar precios, que subsidios apuntaran a granjas más grandes y que el libre comercio con Estados Unidos bajara los precios del maíz. México importa alrededor de 10 millones de toneladas de maíz de Estados Unidos al año, casi un tercio de lo que consume.
Casi la mitad de los hombres de Santa Anta están trabajando en Estados Unidos, estimaron residentes; muchos de quienes se quedaron atrás se volvieron agentes de policía en la ciudad de Oaxaca, 32 kilómetros al norte. De día, la comunidad está somnolienta: un grupo de niños juega baloncesto en la plaza principal; una abuela descalza ahuyenta a un perro desde su verja.
Después de haber perdido tanto ante Estados Unidos, dijo Velasco, el agricultor, “Nos enorgullece mucho que alguien del exterior quiera comer nuestro maíz”.
La cocina mexicana –del tipo de marrajo negro con puré de piña y cilantro, no de un burrito– se ha vuelto de rigor en los últimos dos años, a medida que prominentes chefs han abierto restaurantes mexicanos y taquerías en Estados Unidos y Europa.
Los chefs compran maíz nativo de México y lo muelen internamente para hacer masa para tortillas, tamales, tlacoyos y tetelas… tendencia que también está creciendo en México. Es como si no hubiera adición más codiciada para la cocina de un restaurante últimamente como un imponente molino metálico para moler maíz, suavizado con ceniza o cal (hidróxido de calcio).
Daniela Soto-Innes, chef de cocina en Cosme, el comedor mexicano de Enrique Olvera en el distrito Flatiron de Nueva York, dijo que con frecuencia ella hablaba con chefs estadounidenses sobre cuál maíz preferían –¿cónico, bolita, chalqueño?–, conversación que habría sido “inimaginable” hace unos cuantos años.
Cosme importa maíz de Masienda, empresa con base en California que vende maíz mexicano. Fue fundada en 2014 por Jorge Gaviria, ex chef al que le picó el bicho de ‘de la granja a la mesa’ durante un periodo en una granja orgánica de cerdos, en Toscana.
Gaviria, quien anda por el campo mexicano comprando maíz en lotes desde 100 kilos, tiene alrededor de 100 clientes en Estados Unidos y Europa, lo cual le convierte en el actor dominante en un campo muy pequeño. La empresa prevé importar 400 toneladas de maíz este año, aumento respecto de las 80 toneladas de 2015, así como planes de abrir tortillerías en las Costas Este y Oeste de Estados Unidos.
“Si el maíz realmente despega, se podría tener una repetición de la historia de la quínoa”, dijo Gaviria, refiriéndose a la repentina popularidad del grano andino, mientras su taxi rebotaba por un camino lleno de baches hacia la granja de Velasco en las afueras de Santa Ana.
Martha Willcox, genetista por el Centro Internacional para el Mejoramiento del Maíz y Trigo cerca de Ciudad de México, dijo que ella esperaba que la demanda del maíz landrace le daría a algunos jóvenes una razón para trabajar en la granja en vez de emigrar.
“Si cada uno de estos tipos llega a los 70 y sus hijos están en Estados Unidos, esto termina”, dijo Willcox, gesticulando hacia trabajadores que ponían en orden mazorcas rosas de una rara variedad, belatove, en pulcras pilas.
Gaviria está colaborando con Willcox y Flavio Aragón Cuevas, genetista local, para mejorar variedades de landrace e incrementar la producción de variedades que están en riesgo de extinguirse debido a que muy poca gente las está plantando.
Luis Herrera Estrella, el director del Laboratorio nacional de Genómica para Biodiversidad en el estado de Guanajuato, dijo que el mercado para maíz gourmet tenía el potencial de suministrarles una forma de ganarse la vida a, digamos, 20 por ciento de pequeñas granjas.
Sin embargo, la única forma de hacer que la mayoría de las granjas sean viables, dijo, era introducir más tecnología, incluyendo maíz transgénico –tema sumamente delicado en México, donde está prohibido plantar maíz modificado genéticamente. Si los agricultores no pudieran elevar su producción por arriba de una tonelada por acre (4,045 metros cuadrados) –una cuarta parte de la producción de productores comerciales en Estados Unidos– más de ellos se rendirían, dijo.
“Deberíamos intentar sostener este estilo de vida y esta forma de agricultura usando toda la tecnología a nuestra disposición”, dijo Herrera.
Si la demanda sigue creciendo, podría haber riesgos, dijeron expertos. Consumidores locales podrían ser obligados a salir a través de los precios, como ocurrió con la quínoa. Los agricultores pudieron vender toda su cosecha, y no conservar nada para su consumo.
“Si solo termina girando en torno a la demanda, eso arruinaría todo”, dijo Amado Ramírez, ingeniero agrícola con base en ciudad de Oaxaca cuyo proyecto, Itanoni, trabaja con agricultores del maíz para mejorar la producción de cosechas y métodos.
Ramírez, quien dijo que él vendía maíz a un puesto de taco gourmet en Copenhague, Hija de Sánchez, dijo que los urbanitas podrían perturbar un antiguo sistema agrícola cuyo valor era “cultural, espiritual, económico y ecológico”.
Gaviria dijo que Masienda compra solo la producción excedente de agricultores, una vez que ellos han reservado maíz para sus familias.
“Es un cultivo de subsistencia, no de dinero en efectivo”, notó.
En Santa Ana Zegache, todo parece indicar que los agricultores no creen que sus vidas serán puestas de cabeza por los chefs de tres estrellas en Manhattan. Velasco dijo que a él tan solo le alegraba que su cosecha fuera consumida por humanos en vez de ovejas.
Además, destacó, “Nos alegra ganar un poco de dinero”.

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