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La falta de lógica tras los juegos de azar

George Johnson / New York Times News Service

2015-10-24

Nueva York— En el acto inicial de la obra de Tom Stoppard “Rosencrantz and Guildenstern Are Dead”, los dos personajes están matando el tiempo apostando al resultado del lanzamiento de una moneda. Guildenstern saca una moneda de oro de su bolsa y la lanza al aire. “Cara”, anuncia Rosencrantz incorporando la moneda a su creciente colección.
Guil, como lo llaman para abreviar, lanza otra moneda. Cara. Y otra. Cara de nuevo. Setenta y siete caras después, mientras su saco se va vaciando, él se pregunta si habrá habido una ruptura en las leyes de la probabilidad. ¿Están interviniendo fuerzas sobrenaturales? ¿Su amigo y él están atascados en el tiempo, viviendo una y otra vez el mismo lanzamiento aleatorio de la moneda?
Ochenta y cinco caras ... ochenta y nueve ... Con toda seguridad su racha de mala suerte está a punto de terminar.
Los psicólogos que estudian cómo responde la mente humana al azar llaman a esto la falacia del apostador: la creencia de que en el plan cósmico, una racha de mala suerte crea un desequilibrio que tiene que corregirse en algún momento, una presión que tiene que aliviarse. Después de varios lanzamientos malos, ciertamente los dados estarán preparados para aterrizar de una manera más ventajosa.
Lo opuesto de eso es la falacia de la buena mano: la creencia de que las rachas ganadoras, ya sea en el básquetbol o en el lanzamiento de una moneda, tienen la tendencia a continuar, como si estuvieran impulsadas por su propia inercia.
Estos dos conceptos equívocos son proyecciones del cerebro, que inherentemente rechaza el poder que tiene la aleatoriedad en nuestra vida. Instintivamente pensamos que si buscamos muy en lo profundo, descubriremos un orden oculto.
Estudios recientes muestran que esta predisposición cognoscitiva puede engañar a cualquiera, incluso a los científicos. Un estudio publicado hace unos meses causó gran revuelo al proponer que un cuerpo clásico de investigaciones que refutan la existencia de la buena mano en el básquetbol es defectuoso debido a una sutil falla de percepción sobre el azar. Si el análisis es correcto, existe la posibilidad de que la buena mano sea real.
Estaba pensando en Guildenstern y en los psicólogos la semana pasada al recorrer el casino Camel Rock, operado por el pueblo Tesuque, a unos kilómetros al norte de Santa Fe, Nuevo México. Con cinco negocios de apuestas con todas las de la ley en una franja de 45 kilómetros, ahí la carretera se ha convertido en una especie de prolongación de Las Vegas.
Los apostadores, con sus sistemas y supersticiones, se sientan casi inmóviles ante Las tragaperras de video, tratando de adivinar y vencer al corazón algorítmico que late en su interior. Están inmersos en lo que la antropóloga Natasha Schull llama la “zona de las máquinas”.
En su libro “Addiction by Design”, ella revela que las modernas tragaperras están diseñadas para maximizar la “productividad del juego”, es decir, la velocidad con la que los dólares escapan del bolsillo del jugador. Las palancas mecánicas han sido reemplazadas por botones electrónicos, que son más rápidos y eficientes, mientras que las ruedas simuladas de cerezas, barras y otros símbolos están programadas para dar la ilusión de que no ganamos el premio mayor solo por un pelito: el combustible perfecto para la falacia del apostador.
Vine a Camel Rock por primera vez hace más de veinte años, cuando estaba escribiendo un libro sobre el impulso humano de encontrar orden en el mundo. Y la tendencia a imponerlo cuando realmente no existe. En ese tiempo, el casino era un salón improvisado de bingo, y todos los ojos estaban fijos en una gran máquina en la que las bolas con números y letras saltaban como palomitas de maíz: el equivalente analógico de los chips que generan números aleatorios y que impulsan las tragaperras actuales. Yo pensaba que una inteligencia omnisciente, como la que imaginaba el filósofo Pierre-Simon Laplace, podría seguir con precisión la trayectoria de las bolas, la elasticidad de los impactos, la liviandad del aire –una enorme cantidad de datos– y predecir el resultado del juego.
Los mortales podemos beneficiarnos, al menos en teoría, de islas de previsibilidad: una inclinación apenas perceptible en la mesa de ruleta que hace que la bola tenga un poco más de probabilidades de aterrizar en un lado de la rueda que en el otro. Lo mismo podrá decirse de las andanzas aleatorias del mercado accionario. Estar al tanto de la información antes de que ésta se propague en todo el mundo le da al especulador una pequeña ventaja temporal. Algunos corredores pagan una prima para poder colocar sus servidores de computación lo más cerca posible del Bajo Manhattan, ganando así ventajas que se miden en microsegundos.
Pero en muchos casos, las pautas que vemos son ilusorias. Algunas investigaciones señalan que la gente más excitable está más propensa a aceptar la magia de la buena mano (¡más, más, más!) mientras que aquéllos con “mayores capacidades cognoscitivas”, como dicen los estudios, se inclinan por la falacia del apostador: la creencia de que a una racha de caras siga una de cruces. Su arrogante cerebro piensa que ha superado al sistema y descubierto una regularidad oculta.
O quizá estén aplicando erróneamente un fenómeno real llamado regresión hacia la media. A largo plazo, el número de caras y de cruces se llega a emparejar, pero eso no nos dice nada sobre el resultado del próximo lanzamiento de la moneda. En un estudio publicado hace unos meses en una publicación alemana de economía se señala que en situaciones claramente aleatorias, las cosas están invertidas: las personas con menos capacidades cognoscitivas tienen más propensión a dejarse arrastrar por la falacia del apostador que la gente más racional.
En un estudio que apareció hace unos meses, Joshua B. Miller y Adam Sanjurjo señalan por qué la falacia del apostador está tan arraigada. Tomemos una moneda equilibrada –que tenga tantas posibilidades de caer cara como cruz– y lancémosla cuatro veces. ¿Cuántas veces una cara fue seguida por otra? En la secuencia cara-cara-cara-cruz, por ejemplo, eso ocurrió dos de cada tres veces, una puntuación de 67 por ciento. En el caso de cara-cara-cruz-cara y de cara-cara-cruz-cruz, la puntuación es de 50 por ciento.
En total hay 16 formas en que pueden caer las monedas. Ya sé que parece una locura, pero si promediamos las puntuaciones, la respuesta no es 50-50, como esperaría la mayoría de la gente, sino 40-60 en favor de cruz.
Esto no significa, como podría imaginar Guildenstern, que haya una ruptura en el continuo espacio-tiempo. Sigue siendo tan cierto como siempre que cada lanzamiento es independiente, con las mismas posibilidades de que la moneda caiga de un lado o del otro. Pero al concentrarse solo en algunos datos –los lanzamientos después de que haya caído en cara– el apostador es presa de un sesgo de selección.
Pero hay un giro interesante: Miller y Sanjurjo proponen que las investigaciones que dicen refutar la buena mano en el básquetbol son defectuosas por el mismo tipo de falla de percepción. Los estudios del psicólogo Thomas Gilovich y otros concluyen que el básquetbol no tiene más rachas que el lanzamiento de una moneda. Por ejemplo, para un encestador de 50-50, la posibilidad de encestar no se eleva después de una canasta; siempre es de 50-50. Pero de acuerdo con los nuevos análisis, en una situación puramente aleatoria, podría esperarse que a una canasta siguiera otra en menos de la mitad de las veces. Encestar al 50 por ciento de hecho sería evidencia en favor de la buena mano. De ser así, el siguiente paso sería establecer las razones fisiológicas o psicológicas que hacen que los jugadores sean diferente de una moneda al aire.
Gilovich se reserva su juicio. “Mientras mayor es la muestra de datos de un jugador determinado, esto es menos problema”, comentó en un mensaje de correo electrónico. “Ya que nuestras muestras fueron bastante grandes, no creo que esto cambie las conclusiones originales sobre la buena mano.”
Las fallas en la percepción de la aleatoriedad afectan más a las apuestas y al básquetbol. Cuando ocurren varios casos de cáncer en una comunidad, especialmente entre niños, es muy humano temer que tengan una causa común. Pero la mayoría de las veces, estos agrupamientos de cáncer resultan ser ilusiones estadísticas, resultado de lo que los epidemiólogos llaman la falacia de la puntería texana. (Dispararle a una pared una carga aleatoria de perdigones y después trazar una diana alrededor de uno de los agrupamientos: es un blanco preciso.)
Llevado al extremo, ver conexiones que no existen puede ser síntoma de un padecimiento psiquiátrico llamado apofenia. En formas menos patológicas, el ansia que siente la mente por ver pautas da origen a las supersticiones (astrología, numerología) y es un factor importante en lo que se ha llamado crisis de reproducción en ciencia: un creciente número de estudios que no pueden reproducirse en otros laboratorios.
Pese a todo su cuidado por ser objetivos, los científicos tienen la misma tendencia que todos a evaluar los datos que apoyan sus hipótesis por encima de los que las contradicen. A veces esto tiene como resultado experimentos que tienen éxito solo bajo condiciones muy refinadas, en ciertos laboratorios con determinados reactivos y llevados a cabo por científicos con buena mano.
Todos vamos en el mismo bote. Hemos desarrollado esta asombrosa capacidad de encontrar pautas. La dificultad estriba en separar lo que existe realmente de lo que solo está en nuestra mente.

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