Nacional

La nueva era del tradicional mole mexicano

The New York Times

2017-02-28

Un sinónimo de la palabra “mole” debería ser “infinito”. No lo es, pero debería serlo. Los ingredientes que se funden, se mezclan y provienen del continente entero reflejan todas las culturas que se han encontrado para formar lo que es México: el pueblo indígena que habitó primero en estas tierras, los invasores europeos que entraron por la fuerza, los inmigrantes del Medio Oriente y Asia. Irresponsablemente, muchas veces se lo suele reducir a una simple salsa pero, de hecho, el mole es una palabra que sirve para unir una compleja congregación de salsas, tantas variedades con tantos ingredientes en tantas interpretaciones caseras a lo largo del país, que es difícil saber cómo contarlas todas. “En la cocina no hay receta”, dice Edgar Núñez, el chef de Sud 777 en Ciudad de México. “Es más algo que sale del corazón que algo teórico”. Estudiar el mole es como estudiar el universo: una misión interminable.

En términos de geografía y gastronomía, el estado de Oaxaca y sus alrededores son el centro neurálgico del mole. A una hora al sur de esta espléndida ciudad colonial se encuentra el pueblo de Zimatlán de Álvarez, donde está una de las sacerdotisas más importantes de este platillo, Juana Amaya Hernández. En el corazón de las tradiciones oaxaqueñas existen siete moles —de distintas gamas de amarillo, verde, rojo y negro— y, cuando visité a Juana Amaya en su restaurante, Mi Tierra Linda, parecía decidida a hacerme probar la mayor cantidad posible de versiones de este platillo.

Se encendieron fogones con madera chispeante. Las salsas, dignas de la paleta de Rothko, cuyos tonos cambian a medida que avanza el proceso de elaboración, hervían en las cazuelas. Las enormes mesas de trabajo estaban repletas de chiles, semillas, nueces y frutas. El mole negro es el que más recuerdo. Los chiles se colocaron sobre el comal, una plancha circular especial para cocinar tortillas, y ahí estuvieron hasta quedar reducidos casi a cenizas que después se incorporan a la base. El resultado fue casi gótico. Imaginen comerse pedacitos de noche.

Las preparaciones tradicionales pueden hacer que esta salsa ancestral se convierta en una tradición sacrosanta. Sin embargo, los chefs jóvenes —tanto en México como en Nueva York, Los Ángeles y Copenhague— están demostrando que, al igual que el pesto en Italia y el curry en India, el mole es resultado de una hermosa alquimia que tiene lugar cuando los ingredientes comunes producen un sabor sui géneris. De hecho, estos chefs argumentan que darles un giro a las recetas ancestrales solo hace que el mole adquiera mayor contundencia. “Esa es la belleza, que tiene posibilidades infinitas”, explica Jorge Vallejo, el chef del aclamado Quintonil en Ciudad de México. “Y todavía sigue en evolución’”.

Vallejo se esfuerza por elaborar moles que sean “súper refinados” y “totalmente lo opuesto a cómo los concibe la gente”. Como muchos de sus contemporáneos, quiere erradicar la idea de que tiene que ser pesado, oscuro y espeso. Si alguna vez les han servido este plato en algún restaurante mexicano —en México y en el extranjero, el mole poblano tradicional algunas veces se elabora añadiendo agua a un polvo ya hecho— entonces probablemente sepan a lo que el chef se refiere.

Un verdadero mole requiere horas de preparación y mucha atención. Abundan las falacias; la más común es que es una salsa hecha de chocolate, un ingrediente que solo se incluye en algunas ocasiones, como en el mole poblano ligeramente dulce. Y, como hablamos de México, un mole casi siempre incluye chiles. La preparación es prácticamente la misma: varios ingredientes que se muelen y un líquido, como caldo, en el que se mezclan. Por lo general hay ingredientes aromáticos (como el ajo o la cebolla) e ingredientes que espesan (como nueces, semillas, pan o tortillas). Sin embargo, no hay absolutos, lo cual da libertad a los chefs de utilizar una amplia gama de ingredientes según su estilo personal.

En el restaurante Alcalde de Guadalajara, Francisco Ruano sabe que cuando un chef crea un mole en México, él o ella está haciendo una declaración de principios. “Cuando quieres hacer una declaración en tu menú, haces un mole”, comenta. Su propio manifiesto requiere eliminar la “suerte de infraestructura barroca” y darle al mole una transformación minimalista. Para él, es un reto evitar la lista monumental de ingredientes que algunas recetas requieren, a fin de lograr el mismo sabor pronunciado y profundo con solo diez o doce ingredientes. Ruano amplía las vetas de dulzura y acidez con vinagre, plátanos asados y puré de cebolla; en un mole incluso sumó a la ecuación el sabor japonés umami, que quiere decir “sabroso”, con una base de algas marinas.

“Ese es mi estilo de cocinar”, dice. “No es mejor ni más sofisticado que el tradicional. Es solo que me gusta darle un giro”. Los comensales que acuden a su restaurante suelen aceptar sin mucha resistencia su versión del pipián (cuyo ingrediente principal suelen ser las semillas de calabaza), de color verde intenso y textura aterciopelada, con excepción de su abuela, la mujer que le enseñó a preparar el pipián. “Ella lo probó y dijo: ‘¿Qué demonios hiciste?’”, recuerda.

Hablando de innovaciones, nadie ha recibido más atención que Enrique Olvera, el chef de Pujol en Ciudad de México y Cosme en Nueva York. Fiel a su nombre, el “mole madre” de Pujol aspira a ser el tipo de madre terrenal de todos los moles: él y su equipo siguen perfeccionándolo, repensándolo y dejándolo crecer libremente mes a mes (el verano pasado, los blogs de cocina gourmet celebraron el momento en el que llegó a la marca de los 1000 días, y aún sigue).

“En verdad”, reflexiona Daniela Soto-Innes, la chef que dirige la cocina de Cosme, ganadora del premio James Beard, “el mole implica paciencia”. Y siempre ha sido un lienzo en blanco para la experimentación y la innovación, añade. Su abuela solía hacer una versión con cacahuate y camarón seco —una combinación que parece más vietnamita que mexicana— que servía sobre arroz: “Era la cosa más deliciosa que te puedas imaginar”, dice. Más tradicionalmente, hay un mole de bodas, exclusivamente elaborado para los novios, que es blanco y se cubre de ingredientes de colores claros, como pistaches, pollo, uvas pasas verdes y chocolate blanco.

En otra ciudad colonial, Puebla (el hogar ancestral del mole poblano), el chef Ángel Vázquez ha creado su versión personal, que emula las cocinas de Tailandia, Grecia y Marruecos. Sin embargo, en su nuevo local, Augurio, ha decidido seguir la tradición. El restaurante se consagra al mole en su forma más pura; cuando los comensales se sientan a la mesa, comienzan por seleccionar qué variedad se les antoja, y a partir de ahí se escoge el tipo de carne que se utilizará. “Lo importante es el mole”, dice Vázquez. Para los conocedores, todo depende del momento en el que el mole entra en contacto con una tortilla caliente. Si bien los chefs están en busca de nuevas formas para que uno experimente ese momento, Vázquez, por su parte, se siente obsesionado con la vieja usanza.

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