Nacional

Técnicos, nuevo objetivo del narco

Luis Sánchez/El Universal

2016-08-28

Nuevo Laredo— Desde hace siete años, María tiene un sueño: su hijo José Hugo se acerca al marco de su cama, es unos años más joven, lo sabe porque su cara brilla y no hay arrugas. Lleva un pantalón café y una camisa azul, el bigote bien recortado y los zapatos boleados.
La mira, y sonriente pide permiso para salir a una fiesta en el pueblo con la novia. María se angustia. En su sueño se mira a sí misma inquieta. Parece sentir el dolor que le provoca apretar una mano contra la otra.
—A las siete y media hijo, por favor—, le dice a José Hugo.
—Ándale pues amá, no me paso—, contesta su hijo; ella escucha su voz ligeramente aguda y el tono cantado.
Después, en su sueño, irrumpen en su habitación: es José Hugo, quien señala con el dedo índice un reloj. Sonríe y dice:
—Regresé, las siete y media.
De noche, Hugo siempre vuelve puntual. Siete con treinta minutos. Una metáfora del anhelo de María materializado en la corteza cerebral. Pero, ¿cómo se conserva el aroma de su cuerpo?, ¿cómo es el hijo que no abraza desde hace siete años?... Porque su hijo no ha regresado.
No sabe nada de él desde hace siete años, sólo que fue secuestrado presuntamente por el cártel de “Los Zetas” en Nuevo Laredo, Tamaulipas, cuando instalaba un sistema de radiocomunicación y antenas para la empresa Nextel, con ocho técnicos e ingenieros.
Después de 2 mil 55 días, María aprieta un escapulario dorado que le regalaron del tamaño de una moneda de 10 pesos. Lleva una fotografía de su hijo. Es distinto al de su sueño, dice.
José Hugo tendría unos 37 años. El rostro ligeramente inclinado, el bigote rebasa la comisura de los labios. Así se veía el día que se fue en una camionetita del pueblo, a una hora de Guasave, Sinaloa, con rumbo a Tamaulipas.
Cargó la camioneta con todo el equipo necesario para hacer el último trabajo para la empresa Nextel. Trabajaba como contratista y se encargaba de montar antenas de hasta 50 metros con otros jóvenes del pueblo.
El 19 de junio de 2009, apenas 10 horas después de su salida, fue secuestrado por un convoy de hombres que iban en camionetas, encapuchados, armados y vestidos de negro.
Fueron sacados a golpes de un pequeño departamento, en el centro de Nuevo Laredo, que habían alquilado unas horas antes para quedarse cinco meses a instalar un equipo de radiocomunicación que conectaría las zonas más remotas de Tamaulipas con el resto de la República.
Pero se los llevaron “Los Zetas”. A los familiares, las autoridades les han dicho que están vivos. Al menos la teoría es que el cártel podría mantenerlos cautivos para instalar sistemas de radiocomunicación ilegales que les permitirían operar el tráfico de droga y el secuestro de personas.
En las noches, María trata de arrastrar al presente el mundo que dejó atrás: cree que sus sueños son el presagio de que su hijo volverá. Por eso a las 7:30 de la noche se sienta frente a un sillón, mientras mira la puerta y el reloj. Cuando se da cuenta que no va a llegar, toma una pastillita de clonazepam para dormir sin soñar y mantener, al menos esa noche, los recuerdos a raya.

El plagio

A las 11:30, Carlos Peña Mejía, uno de los jóvenes técnicos sinaloenses, llamó a su esposa y su hijo. Lo hacía cada noche cuando salía a otro estado.
Él y su hermano Ricardo trabajaban para diferentes empresas de radiocomunicación, desde hacía media década, encaramados en antenas gigantescas. En esa ocasión fueron reclutados por un amigo ingeniero que trabajaba para la empresa Nextel.
Eduardo Toyota, un ingeniero mecánico egresado del Instituto Politécnico Nacional, les instruyó que viajaran a Tamaulipas una semana antes de la llegada de todos los técnicos para que buscaran un lugar dónde quedarse.
Su madre y hermana recuerdan que desde que se enteraron de la noticia sintieron temor: sabían que por esos días “Los Zetas” libraban una guerra, por eso decidieron establecerse en un departamento en una colonia céntrica: Guerrero, en Nuevo Laredo.
El 19 de junio, poco antes de medianoche, Carlos le contaba un cuento a su hijo cuando sus familiares escucharon su respiración agitada seguida de un “al rato te llamo”. Y colgó.
“Ese fue el momento... ese fue el momento en que se los llevaron”, dice la señora Araceli, madre de los hermanos Carlos y Ricardo, de 30 y 31 años.

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