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De El Hijo del Santo a La Furia… es el juarense de las 260 máscaras

Martín Coronado
El Diario

2015-01-10

Carlos Rocha ha reunido 260 máscaras de luchadores. Unas son originales, otras luchadas, algunas mandadas a hacer y hasta hechas por él mismo.
Se resiste a probarse alguna mientras las saca para mostrarlas. Pero una vez que cede a la tentación, no puede parar: Mil Máscaras, La Furia, Septiembre Negro… se pone todas sus favoritas.
Cada tapa lo transforma. Cada vez que se quita una y se coloca otra, aumenta el entusiasmo de su plática. En su colección tiene una máscara original rota y ensangrentada de El Hijo del Santo y otra de El Brazo de Oro.
Unos 40 maniquíes –cabezas de mujer hechas de poliestireno termo para exhibir maquillaje o pelucas– parecen observar el ir y venir de Carlos, quien por segundos se transforma en cada uno de los ídolos del ring.
Psicodélico, Canek, Gallo Tapado, Fishman, Ultraman, Tinieblas, El Vagabundo, El Matemático… repentinamente, con el solo hecho de ponerse las capuchas, todos esos personajes llegan a la sala de su casa. Sólo faltan los gritos de la arena.
Carlos ha reunido 260 máscaras de luchadores. Unas son originales, otras luchadas, algunas mandadas a hacer y hasta hechas por él mismo.
La cifra de 260 se dice fácil, pero reunir tantas máscaras le ha tomado 14 años, desde 2001 a la fecha.
Su pasión inició cuando fue a una primera lucha en la Plaza de Toros Alberto Balderas en 1976. Tenía apenas 4 años.
“Vinieron los mejores de ese tiempo: Mil Máscaras, Dos Caras, Septiembre Negro, los Brazos, los Solar, El Enfermero, Doctor Wagner, Médico Asesino y a mí me marcó esa lucha”, dice Carlos Rocha, quien ahora tiene 42 años y trabaja en el Museo de la Revolución en la Frontera (Muref).
En su niñez se volvió seguidor del pancracio hasta 1982, pero luego lo dejó por casi 20 años. En 2001 la pasión volvió a despertar, pero ya no por el deporte en sí, sino por las máscaras.
“Es algo que no se piensa, simplemente lo haces por inercia y si tienes la posibilidad lo vas realizando de manera que no te merme en el gasto cotidiano”, cuenta mientras se calza una máscara negra con vivos rojos, una de sus favoritas, la de Septiembre Negro.
“La primera lucha que vi fue a Septiembre Negro y se me hizo impresionante, un luchador con un físico y una agilidad fuera de lo común”, narra mientras se mueve con calma de un lado a otro de la sala de su casa, donde ha colocado la mayoría de las 260 piezas.
Agrega que esta fue una de las primeras cinco tapas que compró conoció a Eduardo Sánchez, un mascarero local. “Me han quitado esa inquietud de niño de haber tenido estas máscaras. Donde yo vivía había chavos que tenían velices llenos de máscaras y nos las prestaban para jugar a las luchitas”, recuerda.
Aun así, nunca ha tenido la inquietud de subir al ring. “Me invitó un luchador cuando supo de mi afición, pero no, sólo soy coleccionista y me gusta investigar”, dice.
Habla sobre la historia de las máscaras. La primera fue hecha en México por Antonio Martínez en 1933, fabricada a solicitud del Ciclón McKey, un luchador irlandés que era la atracción del momento. Quería algo que le protegiera el rostro durante las luchas, como los zapatos protegen a los pies.
Para él, la máscara se convirtió en un objeto patrimonial de la cultura mexicana.
“No hay otro país en el que haya tantos diseños y tanto ingenio. Nos muestran muchas facetas de nuestra cultura, de nuestra idiosincrasia, nuestra historia, cómo ha asumido el mexicano de alguna manera esa forma de –como dice Octavio Paz– ponerse la máscara, y también nos hace evidente que el mexicano es un ser de muchas máscaras”, dice convencido.
Los luchadores le cuentan que cuando se ponen una tapa se convierten en otra persona. El personaje los posee.
“Y es cierto, dejan de ser ellos y cobra vida otro personaje, el de la máscara… Vi una entrevista con Bobby Lee, a quien El Santo le quitó la máscara. Tú lo estás viendo hablando como nosotros, normal y le pones la máscara y haz de cuenta que es otra persona”, señala.
Afirma que cuando él se pone las máscaras, también se transforma. “Yo me veo en el espejo, empiezo a jugar con mi hija y haz de cuenta que veo a Vick Amezcua (nombre de pila de Septiembre Negro). En este momento ya no soy Carlos Rocha, es Septiembre Negro, servidor y amigo”, dice cambiando el tono de voz mientras se vuelve a calzar una de sus máscaras predilectas.
Carlos posee tantas máscaras que no puede preferir sólo una. La Furia, Mil Máscaras, Solitario, Dos Caras, Doctor Wagner, Flama Roja, Canek, Aníbal, Huracán Ramírez, son los nombres que brotan cuando se le insiste en cuál es la que más le gusta.
La mayoría de su cuarto millar de máscaras son hechas a pedido por un mascarero local: Eduardo Sánchez. Muchas de ellas son calificadas como originales, pues el juarense es creador de las que utilizan los luchadores.
En su colección hay máscaras de todo tipo: originales, que fueron hechas por el mascarero diseñador; las luchadas, que fueron usadas por el gladiador; hasta las sangradas y rotas.
Dice que una máscara original y luchada de alguien como El Santo, por ejemplo, puede llegar a costar hasta 25 mil dólares. Para que tomen ese valor deben estar certificadas por el luchador y el creador, y en buenas condiciones, no rota, ni raspada.
Indica que él prefiere diseños clásicos. “Me gustan con ciertas reglas: no muy rebuscados, ni muy difíciles de hacer y que denotan ciertos rasgos originales como las primeras máscaras”.
Sin decir el monto al que asciende la colección explica cómo las cuida. “Las tengo en bolsas de vacío, libres de humedad y de polvo para evitar hongos”.
En relación a cómo toma su familia esta pasión por las máscaras, comenta que su esposa y su hija lo apoyan e incluso juegan con él, se divierten al ponérselas. A su hija le gusta una rosa del Gallo Tapado, aunque le asusta una de Mil Máscaras de terciopelo negro que parece un vampiro.
Termina la entrevista, que para Carlos fue como una lucha contra la memoria.
La sala de su casa queda tapizada con las piezas de su colección. Hay brillantes, opacas, negras, blancas, rosas. Otras se ven viejas, sucias. También hay rotas y otras arrugadas, hechas chicharrón. Parecen cansadas de lucir.
Poco a poco se recupera el orden. Todas vuelven a sus bolsas de vacío, que a su vez entran en sus cajas. Otra vez cumplieron con la misión de recordarle a Carlos el entusiasmo que sintió cuando vio su primera lucha.
De nuevo provocaron que su propietario, como por arte de magia, asumiera la identidad de los ídolos del ring.
mcoronado@redaccion.diario.com.mx

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