Francisco Javier Chávez
El Diario
El domingo 17 de noviembre del año pasado, ocho integrantes de una familia –cinco adultos y tres niños– amanecieron asesinados en su vivienda de la colonia Barrio Azul, todos ellos con puñaladas en el corazón.
La imagen que mostraba los cadáveres de las víctimas recostadas sobre la cama y maniatadas, aún permanece en la memoria colectiva de los juarenses.
Un año después de aquella masacre, la casa ubicada en las calles Luciano Becerra y Ejido de Los Sauces permanece abandonada, la fachada luce descuidada y con indicios de haber sido vandalizada. A los vecinos les desconcierta que, a pesar del tiempo transcurrido, pocas personas se atreven a pasar por el lugar.
La pasión de Máximo Martín Romero Sánchez de 27 años, el jefe de la familia victimada, siempre fueron los perros, comentan algunos de sus vecinos, aún renuentes a hablar, y temerosos por su seguridad. Fue esa afición la que desencadenó la tragedia, aseguran.
Y es que un día después de conocerse el múltiple homicidio, el lunes 18 de noviembre, dos personas fueron detenidas como presuntos autores materiales del asesinato, al parecer por cobrarse una antigua deuda por una monta de perros de raza, pero hasta el momento no han sido sentenciados.
A 12 meses de los crímenes, un detalle sigue llamando la atención de los vecinos: los perros de raza que Max –como era conocido–, tenía en su casa, fueron recogidos de inmediato, excepto Luca, una perra dóberman sepia, a la que todos rechazaron y dejaron abandonada en la casa.
La mascota se encontraba en el patio de la vivienda, atada con una cadena, y los vecinos aseguran que vio a los asesinos de sus amos, pero no pudo defenderlos.
Luca fue salvada, finalmente, por un rescatista animal que tiene un pequeño albergue para canes abandonados muy cerca de donde se registró la masacre.
La perra ha sobrevivido entre enfermedades y el constante rechazo de personas que, al conocer su historia, han preferido no adoptarla por temor ante los hechos que marcaron a esa familia.
La desconfianza entre los residentes del sector no es gratuita. El domicilio, localizado a tres cuadras del bulevar Independencia y a dos del bulevar Zaragoza, se encuentra en una manzana en la que han ocurrido dos masacres que han cobrado la vida de 18 personas en los últimos cinco años.
Apenas el lunes de la semana pasada otro hombre fue asesinado a balazos en la misma zona.
La tragedia
Ese domingo 17 de noviembre de 2013, en la casa de la colonia Barrio Azul fueron encontrados los cuerpos de Máximo Martín Romero Sánchez y María del Carmen Castañeda Morales, de 27 y 28 años respectivamente, y de sus hijos Daniel y Janeth Abril Romero Castañeda, de 6 y 4 años.
En el hecho también fue asesinada la mamá de María del Carmen, identificada como María del Carmen Morales Infante, así como su hija Rosa María Castañeda Morales y su nieta, Valeria Lara, de 4 años, originarias de Veracruz, quienes se encontraban de vacaciones en Juárez.
El hermano de Max, Rubén Romero, también fue victimado.
Sólo hubo una sobreviviente de la carnicería perpetrada en esa vivienda: una bebé de 3 meses, Sofía, hija del matrimonio acuchillado.
Al día siguiente del múltiple asesinato fueron detenidos dos hombres, los presuntos homicidas: Jesús Daniel Mendoza Hernández “El Tomate”, de 21 años, y Edgar Uriel Luján Guevara de 31, permanecen recluidos en el Cereso Estatal número 3, donde a un año de los hechos no se les ha comprobado su responsabilidad.
El escenario de los crímenes es una casa de concreto, hoy abandonada, cuyas ventanas lucen selladas con láminas metálicas, excepto la que da hacia la calle, que sólo fue cubierta con unos cartones. La puerta se observa atrancada con una cadena y un candado.
Por el cartón avejentado de la ventana se puede distinguir en el interior un sillón ajado pegado a la puerta y un escritorio con decenas de libros apilados.
Entre la maleza que sobresale en el suelo y las paredes, resaltan los pequeños frutos de un árbol de granada que cuelgan de la malla ciclónica.
El color gris del metal contrasta con el rojo de la fruta que da señales de vida, que se niega a morir a pesar del descuido del lugar.
Vestigios de juguetes que se distinguen en el patio recuerdan que entre las víctimas hubo tres niños.
En el jardín de la casa, frente a la finca abandonada que el padre ya no alcanzó a terminar, se distingue una canica azul tirada en el piso; más allá unos zapatos tenis de niña, una pelota, un muñeco de peluche y un avión de juguete.
Luca
Ese patio donde se vislumbran los restos de juegos infantiles fue por años el hogar de Luca, la perra que fue adoptada por Max para cruzarla con otros canes de raza por el color canela de su pelaje y las orejas puntiagudas que le fueron mutiladas.
Después de librarla del abandono en que quedó, el rescatista animal –quien pidió el anonimato por seguridad–, dice que todas las noches la perra aúlla y no ha podido superar la pérdida de la familia con quien vivía.
“El único animal que dejaron en esa casa fue Luca porque nadie la quiso. Por eso la saqué de ahí, porque no se quería salir de la casa y pensé que se iba a morir de hambre”, dice.
Durante este año, la mascota ha convivido con otros perros callejeros resguardados en el albergue.
Al principio fue difícil, dice el rescatista. La perra no se adaptaba, no comía y quería salir corriendo a la casa de sus antiguos dueños y con los otros dos perros de Max que eran Panda y Rocky.
Pero la falta de atención médica por falta de recursos, así como de alimento, ha causado estragos en el animal. La sarna ha consumido casi la totalidad de su cuerpo y un coágulo de sangre a punto de reventar se le formó en el vientre.
“Realmente no tengo tiempo ni recursos para cuidarla. Te puedo decir que la perra está consternada porque llora y aúlla; la gente piensa que el animal no siente pero sí, es así”, dice.
Zona castigada por la inseguridad
El asesinato de la familia Romero aún tiene consternados a los vecinos de la colonia Barrio Azul, quienes prefieren “sacarle la vuelta” a la casa o de plano no pasar por ahí.
El hermetismo entre los colonos del sector es generalizado: nadie habla, nadie sale de sus casas y nadie se atreve a dar la cara para narrar detalles del hecho ante el temor a represalias.
Este sitio de la ciudad ha sido marcado con sangre como ningún otro, lo que ha dejado dolor en las familias y terror a salir de sus casas, comentan residentes.
En la cuadra de la calle Luciano Becerra se han registrado en los últimos cinco años dos masacres que han cobrado la vida de 18 personas.
El 16 de septiembre de 2009, un grupo de hombres armados llegó hasta el número 564 de la calle Plan de Ayala, cruce con Luciano Becerra e ingresó al centro de rehabilitación Anexo de Vida, donde aniquilaron a diez personas.
Cuatro años después, en la misma calle, se registró la matanza de la familia Romero.
El último hecho violento en esa colonia se registró el pasado lunes 10 de noviembre, cuando un hombre fue asesinado a balazos en las calles Plan de Ayala y Cuauhtémoc.
La víctima viajaba en una motocicleta cuando fue perseguido por los ocupantes de un automóvil, refieren archivos periodísticos.
Para el sociólogo Carlos Murillo, vocero del Centro de Derechos Humanos Paso del Norte (CDHPN), el encierro de las familias se debe al efecto de abandono gubernamental en el que se encuentra la colonia.
Falta de servicios básicos como alumbrado público y pavimento se puede observar en los alrededores de ese polígono.
“Vivimos una verdadera guerra con más de 10 mil muertes (en Ciudad Juárez) y sigue muriendo gente de manera violenta. Lo que pasa es que si la gente no se cuida te afecta para el resto de tus días y te vuelves vulnerable, tarde o temprano la sociedad se enferma”, resalta el sociólogo.
Menciona que en comparación con otras masacres como las de Villas de Salvárcar y de la colonia Francisco I. Madero, donde sí hubo programas de apoyo para recuperar el tejido social, en la colonia Barrio Azul no existen proyectos oficiales para sacar adelante a esa comunidad.
“Tenemos una sociedad enferma. Se juega mucho con la muerte de una manera política que tiene que ver con el estado policiaco que estamos viviendo”, dice Murillo.
Añade que otro factor del encierro vecinal es la libertad con la que operan las bandas delincuenciales que no reciben castigo, que actúan con impunidad y que encuentran en las colonias su punto de operación.
“De repente sí se siente el temor de pasar por ahí. Lo que hago es que mejor me volteo porque sí da miedo”, narra Claudia, como quiso identificarse una vecina del lugar, quien cuidó en todo momento que nadie la observara dando la entrevista.
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