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Villas de Salvárcar: dolor aún consume a las familias

Francisco Javier Chávez
El Diario

2014-01-29

El tiempo ha transcurrido pero las heridas no cierran. El dolor, el coraje y la impotencia que marcó a los deudos de la matanza de 15 personas, la mayoría estudiantes, la noche del 30 de enero de 2010 en Villas de Salvárcar, aún arrastra secuelas físicas y psicológicas, e incluso ha seguido cobrando vidas.
El duelo no asumido ha ido consumiendo a familiares de algunas de las víctimas, quienes han muerto de enfermedad o por la depresión al no superar la pérdida de sus seres queridos.
En un pequeño fraccionamiento al sur de la ciudad, cuatro de las familias que esa noche vieron morir a sus hijos acribillados pretenden reiniciar sus vidas en la zona habitacional donde fueron reubicadas por seguridad.
Blanca Esthela Camargo, madre de Horacio Alberto Soto Camargo, de 19 años, uno de los jóvenes asesinados, no sólo perdió esa noche a su hijo que recibió tres disparos en la cabeza y dos en los pulmones, sino que también le arrebató la vida a su esposo Horacio Soto, fallecido tres años después en marzo de 2013 a consecuencia de cirrosis y un cuadro de anemia crónica que se le agravó por no ingerir alimentos. No pudo soportar el dolor.
“Mi esposo murió el día que mataron a su hijo. Él no tomaba y desde ese momento agarró la botella de alcohol y de ahí ya no salió. Tomaba litros y litros y litros”, dice Blanca Esthela.
Unas cuantas casas más adelante habita otra familia con el mismo dolor de ver morir a más de sus seres queridos años después de la masacre. Juan y Claudia, como quieren que se les identifique por razones de seguridad, son una pareja de jóvenes esposos que sufrieron la balacera durante la fiesta que se desarrollaba en una vivienda de la calle Villas del Portal.
Él recibió 12 balazos en las piernas y ella tres impactos, uno en la parte superior de la cabeza, otro en el costado derecho de la cadera y uno más en el dedo pulgar derecho.
Narran que la diabetes que padecían las abuelas de ambos se agravó e incluso una de ellas perdió la vida recientemente.
Para la mayoría de los deudos, la fecha de hoy es sinónimo de dolor y depresión. Aseguran que constantemente se enferman siempre que se acerca un aniversario más de la masacre de Villas de Salvárcar.

Su hijo murió sonriendo

Para la madre de Horacio Soto Camargo, desde la noche del 30 de enero de 2010 su vida ya no fue la misma. Con tristeza recuerda el proceso tan duro que fue, primero, perder a su hijo en circunstancias violentas y luego ver morir en vida a su compañero de casi 25 años.
Atado a su llavero cuelga la imagen de su esposo, vestido con camisa blanca y bigote abultado. Ese era Horacio, quien luego de la muerte de su hijo se llenó de odio al grado de querer matar a golpes a los asesinos de su primogénito.
“Lejos de saber lo que nos esperaba esa noche, él (su esposo) le dijo que tuviera cuidado, que no estuviera en la noche ni se pegara a las ventanas y que se protegiera”, dice.
“Mi esposo se convirtió en una persona que odiaba, él quería matar a cualquiera y encontrar a estas personas (asesinos) y vengar a su hijo”, comenta.
Blanca recuerda que tuvo que ser muy fuerte porque debió batallar “con el dolor del hijo que me quitan, en la manera que lo hacen y sin ninguna explicación. Hasta la fecha nadie nos va a saber decir por qué”.
“En esta casa ya no se volvieron a hacer cenas de Navidad ni pavos, ni cenas de Año Nuevo porque ya no están ellos”, menciona Blanca, sentada a la mesa de su cocina, donde mantiene la estufa con la cual aún le cocina a su hijo muerto.
En una sola noche, ella experimentó el dolor de perder a uno de sus hijos y de cómo le perdonaron la vida a su hermano, ya que ambos jóvenes estuvieron en la fiesta el día de la masacre.
“Sergio”, como pidió identificarse, tenía 14 años cuando vio morir a su hermano Horacio.
De acuerdo con su testimonio, minutos antes de que acribillaran a los presentes, vio cómo un hombre encapuchado, con sombrero y un arma larga pegada al cuerpo ingresó a la vivienda para matar a quien se topaba en el camino.
Él se encerró en un cuarto junto con otros dos de sus amigos, y desde ahí escuchó el estruendo de los disparos que le arrebataban la vida a adolescentes de su edad; cinco balazos pegaron directo en el cuerpo de su hermano, quien quedó sentado en una de las esquinas de la vivienda donde se efectuaba la fiesta.
“Mi hijo siempre admiró a su hermano grande, eran muy unidos. A veces se ríe igual que él, hasta en el caminado se parecen. Ha cambiado mucho su risa. A veces lo veo y le digo: te ríes igual que tu hermano”, comenta Blanca.
Ella comparte con su hermana el mismo dolor, ya que Mari Cruz Camargo también vio morir esa noche a su hijo José Luis Aguilar Camargo, primo de Horacio.
Un pequeño álbum amarillo guarda los momentos felices de la familia, que en menos de cuatro años perdió a tres de sus integrantes.
Los dos primos ahora tendrían 23 años. Nacieron juntos, se criaron y hasta el último día de sus vidas permanecieron juntos.
Blanca se levanta y busca en un cuarto una canasta llena de rosas rojas marchitas que desde hace cuatro años ha colocado frente a la foto de su hijo y que a la fecha aún conservan los pétalos.
La madre de familia dice no guardar rencor a los asesinos de su hijo. Su coraje es contra las madres que no los supieran criar y que nunca les dieron amor, dice.
Éste será el primer aniversario de la masacre en el que Israel Arzate Meléndez, uno de los acusados, estará libre, a pesar de ser señalado por testigos de orquestar la matanza.
Comenta que no le ha puesto atención a Arzate. “Decidí no darle mi tiempo a quien no lo merece. Pero lo poco que he sabido de él es que es uno de los hijos que no tuvieron amor en la infancia, una persona que no conoce el respeto. Yo no puedo acusar a nadie, yo no vi a nadie, pero sí sé cómo se ponen mal los testigos que lo vieron esa noche”, señala.
Dice creer en la justicia divina. “Si me pregunta qué pienso de que lo hayan soltado, pues no me importa, mientras más lejos esté de mí, mejor”.
Recordar la escena de la masacre aún la cimbra. Trae a su mente las imágenes de madres con sus hijos muertos en brazos y sus pisadas que dejaban marca en la sangre que empapaba el piso.
“Yo recuerdo que eran tres cuerpos y ahí no estaba mi hijo, en otra casa había otros donde estaba una mujer de pelo largo. Yo gritaba: ‘dónde está mi hijo’.
“Cuando entré a esa casa era un tapete de sangre, recuerdo que me resbalaba mucho y tardé tanto en llegar, se me hizo eterno en llegar allá”.
“Luego me tropecé con un cuerpo y llegué con mi hijo, tenía una sonrisa en su cara y no lo quise mover, sé que algo muy bonito vino por él porque se estaba riendo. Con eso me quedo, sé que a mi hijo me lo mataron pero cuando menos estaba sonriendo”, comparte.
La madre de familia aún tiene un motivo importante por el cual salir adelante: su otro hijo.
“Apenas estamos retomando la vida mi hijo y yo. Yo soy una mujer muy fuerte y sé que estoy saliendo adelante. Ni él ni yo tenemos miedo a morir, porque sabemos que vamos a ir a verlos, eso es una promesa, vamos a ir a su encuentro”, dice.
“Mi hijo era todo para mí. A veces le digo que no era lo que yo tenía planeado para él. Hablábamos de estos años, de cuando me jubilara compraríamos una casa grande. A mi hijo le quitaron todo, la posibilidad de hacer una carrera, de festejar un cumpleaños, le quitaron la posibilidad de hacerse viejo, de tener una esposa. Todo eso quién me lo debe y quién me lo va a pagar”, se pregunta.
Blanca observa fijamente la mesa de su cocina, donde dejó el llavero con la imagen de su esposo, junto a la fotografía de su hijo Horacio que refleja una sonrisa, tal como la que la madre asegura haber visto el día de su muerte.

‘Dos minutos nos cambiaron la vida’

Juan y Claudia, la pareja de esposos, narra que todo fue muy rápido. En sólo unos minutos perdieron a gran parte de sus amigos con los que habían convivido desde pequeños en la misma cuadra. “Dos minutos nos cambiaron la vida”. Es algo que no se olvida.
“Sí, yo vi que alguien corría, y muchos destellos de luz de las pistolas. Cuando nos tiramos al piso yo y ella, prendieron los focos y no se veía. Doce veces (le dispararon), me descargaron casi un cartucho completo. Me tocó un R-15 en la rodilla”, recuerda Juan al remangar su pantalonera azul y tocar sus rodillas para mostrar las cicatrices aún visibles en su cuerpo y que le dificultan permanecer demasiado tiempo de pie.
Añade: “Yo tenía los ojos cerrados cuando pasó eso. Las mujeres salen, yo me quedé en posición fetal, para resguardarme, no sentía los balazos, yo ya estaba preparado para que me balearan. Me dieron en las piernas pero no me dolía, quise abrir los ojos pero no lo hice, pensé que sería mejor que me hiciera el muerto. Abrí los ojos cuando se habían ido. Sólo vi siluetas. Uno de ellos (asesinos) tenía el cabello largo, como hasta el hombro y era alto”.
Su esposa toma la palabra para compartir su experiencia: “Pues estábamos bailando, en eso entró una persona medio ebria y dijo que había gente disparando afuera y nosotros lo ignoramos, en eso vino corriendo el padrastro de Juan y nos alertó y dijo: ‘hay gente disparando, escóndanse’; en cuanto él terminó de decir eso, se escucharon los balazos”.
“Yo escuché cuando se acabaron las balas y estaban recargando y dijeron que todas las mujeres y niños saliéramos, pero no había niños, yo era la única mujer y salí corriendo”, refiere Claudia.
Muestra su inconformidad porque los organismos de derechos humanos protegieron más a Israel Arzate que a las víctimas.
“Para mí es culpable. Al ver las caras de aquellos que lo identifican, me siento identificado con la desesperación que sienten y el coraje que tienen al verlo y lo gandalla por todo lo que hizo enfrente de las cámaras y sólo para reírse de nosotros. Él se hizo pasar por una víctima, siendo que nosotros somos las víctimas”, dice.
Juan expresa que su hijo “fue un cambio muy grande, porque nos cambió la vida, nos fortalece, él es nuestra diversión, nuestro todo. A veces se me acerca y me pregunta ¿qué es eso (las cicatrices)? y le digo: es un ‘coco’ que me hice. Me dan ganas de contarle todo, pero yo sé que a su debida edad podremos platicarle lo que sucedió.
“No quiero ocultarle nada, porque él tiene que saber. Quiero que cuando crezca sepa que sus padres han luchado, que a pesar de las circunstancias somos profesionistas”, dice Juan, quien al igual que su esposa Claudia cursa actualmente sus estudios universitarios. (Francisco Javier Chávez/El Diario)
fchavez@redaccion.diario.com.mx

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