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El negocio de la limosna: de la necesidad al abuso

Antonio Rebolledo
El Diario

2013-03-16

Están por todos lados.
Son parte del paisaje citadino en semáforos y aceras, aunque hay quienes andan a pie y hasta de casa en casa.
Su camuflaje es tal, que especialistas no alcanzan a definir en qué punto del entramado crisis-migración-crecimiento urbano, la mendicidad dejó de ser un medio de subsistencia, para convertirse en un trabajo.
Universitarios, extranjeros, indígenas analfabetas, adictos y mujeres con niños a cuestas fingiendo enfermedades, han encontrado en la caridad de los juarenses la forma perfecta para obtener ingresos sin pagar impuestos, sin un patrón, horario, sitio fijo y función específica.
Sin regulación de la autoridad, en un día u horas pueden cuadruplicar el salario que devengan miles de profesionistas, o las utilidades que genera una microempresa.
El único riesgo: ser atropellados. Aún en este caso el problema es mayor para el conductor.
Producto de las ineficaces políticas de incorporación al empleo formal, extender la mano se ha convertido en un factor tan común en los cruceros de Juárez, que lleva implícita una condición de explotación.
Hoy, aquellos pordioseros, pedigueños, mendigos y “marías”, de harapos y pies descalzos, son una especie en peligro de extinción.
El limosnero moderno estudia arte, calza Nike, porta joyería de fantasía, viste Hollister y realiza actos circenses “hipster”, dignos de plazas públicas europeas, o escupe y juega con fuego junto a decenas de tanques de gasolina.
Pocos conocen su verdadero nombre. Para relatar su historia, se usa el que mencionó a sus compañeros de crucero: “Rosana”. Algunos días de febrero, ataviada con un abrigo con capucha, “Rosana” aborda a conductores en el semáforo de la López Mateos y Ejército Nacional.
Sonriendo, relata que fue deportada de Estados Unidos con su familia días antes, que necesita completar el pasaje de regreso a casa en el sur… y para comer ese día.
Durante al menos cuatro horas en diferentes días de ese mes, “Rosana” recorre decenas de veces el mismo trayecto de la esquina hacia el norte de la avenida López Mateos.
Algunos conductores le dan unas monedas, pero la mayoría la rechaza.
Según sus compañeros de crucero y comerciantes en la zona, ya son pocos los que “se tragan ese cuento” porque la mujer, de alrededor de 35 años, “suma ya cinco años relatando su historia de deportación por unas monedas”.
El semáforo en rojo en ese crucero con dirección sur tiene una duración de 40 segundos, tiempo en el que “Rosana” recorre en promedio seis vehículos; pero cuando los conductores le hacen plática, sus “clientes” se reducen.
De cinco vehículos visitados, al menos uno le entrega una moneda.
En un cálculo ágil, “Rosana” recauda al menos un peso en cada luz roja.
En una hora, ese semáforo cambia al menos en 40 ocasiones, lo que significa que “Rosana” reúne al menos 40 pesos por hora, algo así como 240 pesos por una jornada de seis horas continuas; aunque según sus compañeros, puede colectar en un buen día hasta 500 pesos.
Cuando “Rosana” se lleva las manos a la bolsa y observa que el día “va bien”, descansa y conversa en el camellón con voceadores, cigarreros, vendedores de flores y frutas.
En los seis días que El Diario siguió a “Rossana” –vea el reportaje en video en el portal www.diario.com.mx/diario.tv–, varias veces acudió a una tienda de abarrotes a dos cuadras de distancia para comprar una bebida, comida, y para cambiar monedas por billetes para no cargar “la morralla”.
El “salario” —por llamarle de alguna manera— de “Rosana” no se aleja de los cálculos que sociólogos, economistas, periodistas y hasta ociosos han realizado y publicado en informes, reportes y estudios sobre la mendicidad en México.

Mundo real

Hace varios años, un estudiante de Ingeniería de la Universidad Veracruzana publicó estimaciones que desvelan los dividendos de la limosna en la calle.
Su levantamiento de datos describe lo siguiente: “Un semáforo cambia, en promedio, cada 30 segundos. Por minuto, un limosnero tiene tiempo para recaudar mínimo dos pesos. Bajo este esquema, en una hora habrá reunido 120 pesos cada hora. Si trabaja ocho horas por día y descansa los domingos, el promedio de días laborados por mes es de 25, lo que se traduce en 24 mil pesos de ingresos por mes”.
El estudiante se cuestiona si el cálculo es absurdo, y reflexiona: “Es una suma razonable 120 pesos por hora para quien trabaja en un semáforo; empero, los misericordiosos no siempre dan un peso. A veces dan 2, 3 y los más generosos hasta 5 pesos. Sin embargo, vamos a ser conservadores y asumir que en realidad el limosnero recauda la mitad de la cuenta inicial: 60 pesos por hora, 12 mil al mes; equivalente al salario promedio de un estudiante en Prácticas de Ingeniería en una mediana empresa por 48 horas a la semana”.
Y prosigue: “Cuando el limosnero recibe 5 pesos —que no es raro— puede descansar debajo de un árbol los próximos nueve cambios del semáforo, sin jefe que le exija. Hasta aquí todo es teoría. Entrevisté a una mujer que pide limosna y que cambia monedas por billetes en una tienda del barrio. Me dijo que en promedio cambiaba 450 pesos diarios; 10 mil 625 pesos al mes, libres de impuestos. Me dijo además, que nunca trabaja ocho horas diarias”, concluye.
El Diario salió a las calles en Juárez a cuestionar a la gente cuánto gana por hora.
En una maquiladora, Ofelia García gana 90 pesos diarios, 11.25 pesos por hora.
Ricardo Galván, vendedor de tacos sudados, por comisión percibe 200 pesos por día pero trabaja hasta 12 horas; 16.60 por hora.
Emma Ortiz, encargada de una tienda de ropa, devenga 80 pesos diarios por seis horas de trabajo, 13.30 por hora.
Omar Ruiz, practicante de Derecho, obtiene 500 pesos semanales por litigar. Percibe 12.50 pesos por cada una de las 30 horas laboradas a la semana.
Catalina Ortiz, becaria de Comunicación, obtiene mil pesos por semana a cambio de 56 horas de trabajo, 17.85 pesos por cada una.
En proporción, un limosnero puede obtener hasta cuatro veces más que el salario de un trabajador promedio en Juárez.
Extender la mano aquí es un buen negocio.

Cruceros jugosos

En Juárez, la autoridad ignora cuánta gente pide dinero en las calles.
Organizaciones civiles tampoco tienen datos precisos de la mendicidad en la ciudad.
Raúl Monterrosa Montoya, director de Comercio Municipal, refiere que no ha realizado un recuento de los mendigos que se confunden entre vendedores de a pie en los semáforos, pese a que tres de sus inspectores retuvieron a “Rosana” en su actividad mientras revisaban los permisos de los vendedores en López Mateos y Ejército Nacional la tarde del pasado jueves 21 de febrero.
Monterrosa Montoya negó que la dependencia revise a los “pedigüeños”, aunque en las imágenes de El Diario se observa a los inspectores “negociando” con “Rosana”.
Entre el 7 y el 28 de febrero este medio hizo un recuento de los limosneros que laboran en los principales cruceros de la ciudad.
Sumaron 76 entre adultos mayores, mujeres con niños a cuestas pidiendo para completar el pago de la leche o medicinas, tarahumaras e indígenas de otras etnias, personas con discapacidad, con alguna afección congénita, “cirqueros”, músicos y hasta danzantes prehispánicos.
Por la prolongada duración del semáforo, los sitios “más jugosos” a decir de los pedigüeños son Lincoln y Hermanos Escobar, Puente al Revés, Ejército Nacional, en la confluencia con López Mateos, con Plutarco Elías Calles, Valentín Fuentes, Jacinto Benavente, Diego de Alcalá y con el bulevar Francisco Villarreal.
También son atractivos los cruces de De La Raza y López Mateos, Vicente Guerrero en las esquinas con López Mateos, Triunfo de la República y Tomás Fernández; Triunfo en el cruce con avenida De las Américas, con López Mateos, Plutarco y Lago de Pátzcuaro.
También se enlistan Tecnológico en la confluencia con Pedro Rosales de León, Rivera Lara y Teófilo Borunda; Panamericana con Centeno, con bulevar Zaragoza y con Santos Dumont; y 16 de Septiembre cruce con Francisco Villa.
Los puentes internacionales, aseguran, ya no son tan atractivos.
“La gente prefiere comprar con su dinero que regalarlo, y el forcejeo con la Policía Municipal y Federal es cada vez mayor”, refiere Alejandro –su historia se relata más adelante.
En la esquina del Parque Central en un mismo día pueden contarse hasta 12 personas pidiendo limosna, en diversos horarios y bajo condiciones distintas.

Caridad, kórima, culpas…

Tras puntualizar que la pobreza extrema no es un factor que obligue a pedir dinero en las calles, la jefa de la Oficina de la Frontera México-Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, María Teresa Cerqueira, puntualizó que el judeo-cristianismo, base de las creencias en el continente, tiene como fundamento la ayuda al prójimo, incluso hasta alcanzar un nivel de culpabilidad en caso de no hacerlo.
“La caridad está institucionalizada. Con el diezmo o la limosna a través de las iglesias se cree que la ayuda terminará en la mesa de los pobres. De no donarlo, queda un sentimiento de pena”, explica.
La especialista en salud pública advierte que lo mismo ocurre en las calles. A quien se le solicita el apoyo le surge a botepronto la pregunta: “¿Le doy, o no le doy? ¿El dinero será usado para el bienestar de la persona, para su alimentación o para alcohol y drogas?. Todo eso pasa por la mente”.
Y si quien pide ayuda es discapacitado, la duda se vuelve culpa, autoflagelo: “Si no le doy, ¿será que no pueda comer ese día?”, detalla Cerqueira.
El doctor en Economía del Colegio de la Frontera Norte, Alejandro Brugués Rodríguez, expone que la mendicidad se deriva de la falta de alternativas para satisfacer necesidades. Advierte que no puede considerarse un negocio “independientemente de la cantidad de dinero que se pueda obtener y que nunca es suficiente para cambiar el modo en que viven. No creo que puedan sentirse satisfechos con ese modo de vida”, resalta.
El maestro en Sociología por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Felipe Palacios Lozano, difiere y asegura que salir a las calles a pedir limosna sí es el escalón inferior de la pobreza extrema.
“Es un nivel de vida muy inferior a quienes viven en altos niveles de marginación, porque son personas que por condiciones sociales o económicas han quedado en la calle, pero que tienen todavía un deseo muy frustrado de tener una casa, una familia, unas condiciones normales de vida”, detalla.
María Teresa Cerqueira agrega que la mayoría de las personas que piden limosna tienen una discapacidad mental o alguna adicción.

‘Viejito de la gasolina’

El Diario intentó hablar con él, pero la presencia de los reporteros le inquietó.
Es “Rubén”, aunque ya lo conocen como “El viejito de la gasolina”.
De cabello canoso, “Rubén” tiene entre 60 y 65 años. Anda bien vestido y usa lentes.
Ronda varios cruceros casi siempre cerca de centros comerciales.
Se le ha visto en Jacinto Benavente y Ejército Nacional, y en la esquina de Vicente Guerrero y López Mateos.
Se le encuentra a finales de febrero en Francisco Villa y 16 de Septiembre.
Antes de acercarse a los vehículos solicita permiso estrechando el dedo índice y pulgar de la mano derecha y guiñando el ojo izquierdo.
Su frase, muy hecha: “¿No me echas la manita para acabalar 15 pesos para poner gasolina? Se me quedó la camioneta aquí enfrente y necesito 5 pesos para completar”, expresa mientras muestra la llave de un vehículo y unos pesos que lleva en la mano.
“Se siente re’gacho pedir para la gasolina, pero no hay de otra”, completa.
Cuando se percata de que es observado, “Rubén” se retira. Camina hacia el sur de la avenida Francisco Villa y aborda una ruta hacia el eje vial Juan Gabriel.
A “Rubén”, según versiones de vendedores ambulantes, se le ha visto salir de algunos bares en la zona Centro al caer la tarde.
Palacios Lozano, creador de una tesis vinculada con el comportamiento de las personas en situación de calle denominada “Exclusión social y sujeto emergente”, advierte que en Juárez hay pedigüeños mañosos, “gente que se venda una pierna, se consigue unas muletas y con eso es suficiente para pasar por los cruceros a pedir monedas; o que está en silla de ruedas pero físicamente fuerte para ejercer un trabajo de acuerdo con su condición. Se aprovechan de eso pero la gente ya los tiene detectados”.
Ellos (los mendigos), para evitar una caída en sus ingresos, cambian constantemente de lugar.

Sustento de cuatro

El caso de José Martín o “Pepe”,  es diferente.
Ambulantes, voceadores, despachadores de gasolina y vendedores de una abarrotera se turnan para darle de comer, de beber, para acomodarle la gorra, para ponerle los lentes de sol que usa más para presumir que para proteger su vista, pero sobre todo, para que no derrame de un bote colgado a su cuello las monedas que recibe de los conductores, dinero que le acomodan en una de las bolsas de su desgastado pantalón al menos cada hora.
José Martín Cruz Estrada nació hace 43 años con parálisis cerebral. Sólo tiene control sobre su pie izquierdo, del tobillo hacia abajo.
Con éste impulsa su silla de ruedas cuesta arriba sobre la línea central de la calle Capulín, en el cruce con bulevar Zaragoza. Pasa junto a los conductores que se estiran para depositar una moneda en su bote.
Martín impulsa su silla de ruedas hacia atrás. Avanza junto a los automóviles, recibe monedas y con una mirada —si el cuello sobre el que no tiene control se lo permite— agradece el gesto de caridad con una especie de sonrisa mientras continúa su ascenso.
José Martín observa de reojo el cambio del semáforo, y cuando es verde, despega del pavimento la punta del pie y se deja ir con la pendiente cuesta abajo alcanzando en ocasiones la misma velocidad que los vehículos en el arranque.
Cuando llega a la esquina, baja el pie para frenar y al mismo tiempo para dirigir la silla hacia el centro del crucero y reiniciar el ascenso.
Martín llega a las 10 de la mañana a su “centro de trabajo”.
Se retira entre las 2 y las 3 de la tarde con poco más de 200 pesos.
No puede fallar porque es el sustento de su madre, Teresa, de 81 años.
Ambos viven a unas cuadras de ahí, en la calle Guadalupe Casillas de la colonia Héroes de la Revolución.
Esperanza Juárez, tía de Martín, explica que él decidió hace diez años salir a la calle a pedir dinero cuando su madre ya no pudo trabajar.
“Al principio le negábamos que fuera al crucero pero se nos escapaba. Íbamos por él y más tarde se regresaba. Quisiéramos ayudarlo pero ni mi esposo ni yo trabajamos. Por el contrario, a veces hasta nos ayuda a comprar cosas para comer los cuatro”, relató la mujer de 78 años.
Martín sólo dice dos palabras: “Buo” y “Soa”, en referencia a un “burrito” cuando quiere comida, o bebida cuando tiene sed.
“Nos enseña que saquemos de sus bolsas para comprarle algo, pero a veces retorna y nos pide más soda. Cuando se la damos nos sorprende porque la deja caer. Eso quiere decir que nos está invitando en agradecimiento porque lo cuidamos. Él también es caritativo. Cuando otro pedigüeño llega al crucero, hasta nos pide que le compremos un burrito, lo invita a comer”, relató uno de los despachadores de la gasolinera.
Además de sortear autos con la única coyuntura que controla, José Martín realiza una segunda proeza todos los días: arrastra su silla nueve cuadras desde su casa entre calles de arena, de ida y de vuelta. Si la salud se lo permite, su octogenaria madre le ayuda a llegar al crucero.
María Teresa Cerqueira destaca que en México son insuficientes los programas sociales de ayuda al desempleo, sobre todo para quienes padecen alguna incapacidad física.
Y lo que es peor, agrega que detrás de los limosneros otros recolectan ese dinero “y no sabemos para qué lo usan. Por añadidura uno piensa que detrás de la limosna hay un factor de explotación”.
No está errada.

Vida de capataz

El miércoles 13 de febrero, en Valentín Fuentes y Ejército Nacional El Diario localiza a dos mujeres de origen rarámuri entre fuertes ráfagas de viento y una llovizna que redujo la sensación térmica a menos de 10 grados centígrados.
A una se le identifica como “La Novata”, porque denotaba timidez para decir “kórima”.
La otra, de unos 70 años, la vigilaba a distancia.
Son observadas durante tres horas desde varias direcciones.
Cuando la lluvia arreció, un hombre con una mochila sobre la espalda se aproximó a la mujer de avanzada edad. Parecían discutir sobre el camellón. El hombre se separó, cruzó una mirada con “La Novata”, a quien le hizo una seña de que la estaban observando, y después siguió su camino hacia la clínica del IMSS.
Las mujeres siguieron bajo la lluvia, pero minutos después no soportaron más y se refugiaron en una tienda de la esquina. Compraron comida y se retiraron a bordo de una ruta.
El viernes 22 de febrero se localizó a “La Novata” en Rivera Lara y Tecnológico.
Estaba sola. Era la oportunidad de conocer cómo opera la protección de los grupos tarahumaras hacia estas mujeres que pueden ser asaltadas o atropelladas, pero también para confirmar si son explotadas.
Una de las reporteras se vistió como tarahumara y comenzó a pedir dinero entre el tráfico en el mismo sitio.
Se colocaron cámaras en varios puntos alrededor del crucero.
Desconcertada, “La Novata” observaba a la reportera que pedía limosna junto al camellón. La pedigüeña se cambió al carril central.
Se vieron de frente y se rebasaron en varias ocasiones, pero la mujer tarahumara nunca le dirigió la palabra.
Diez minutos después, la reportera se retiró sin que la tarahumara se percatara. Preocupada, la buscaba con la mirada entre los autos y el centro comercial que ahí se ubica.
Cuando no la encontró, regresó a su actividad.
La estrategia se cambió.
Se le pidió a la reportera que la obstruyera, que la incomodara aun más para conocer su reacción.
La comunicadora la seguía de cerca mientras un voceador observaba a la distancia a las dos mujeres disputarse la limosna.
Tres semáforos rojos después, la tarahumara tomó una bolsa de plástico del camellón y cruzó hacia la acera oriente de Tecnológico rumbo al bulevar Teófilo Borunda.
Iba visiblemente molesta.
“La Novata” llegó contraesquina del Parque Central y se aproximó a un hombre de indumentaria rarámuri.
Conversaron brevemente y le señaló que cruzara a la acera contraria, donde se encontraba una mujer de avanzada edad sentada junto al pretil del canal. No estaba “trabajando”.
“La Novata” no pudo incorporarse a la limosna en el crucero porque en una esquina estaba él pidiendo “kórima”, en el camellón norte estaba la mujer que una semana atrás la acompañaba en Valentín Fuentes y Ejército, y en el camellón sur una mujer no indígena, con un niño de aproximadamente 3 años en brazos, mostraba una receta médica pidiendo ayuda para comprar medicinas.
La tarahumara permaneció de pie varios minutos.
La reportera se retiró de Rivera Lara y Tecnológico. Habían transcurrido 26 minutos desde que llegó al punto donde acopió 24 pesos de la caridad de los automovilistas, dinero que se donó a la Asociación Civil Aprocáncer.
A la distancia, “La Novata” vio que la reportera ya no estaba, cruzó a informarlo al hombre y retornó a “su” semáforo.
“Ese vato tiene ya seis meses operando en la esquina con cuatro mujeres. A veces él también pide pero otras nomás las supervisa. Primero llega una ancianita desde las 6 de la mañana, y a las 9 empiezan a llegar las demás. Nos consta que las está explotando porque a veces las regaña y les quita el dinero”, refirió uno de los guardias del hotel ubicado en el cruce.
Si en promedio una indígena rarámuri obtiene 24 pesos en 26 minutos en medio del tráfico, más o menos recauda 332 pesos cada día en una jornada de seis horas.
De replicarse en las demás mujeres el cálculo, el “capataz” podría  obtener ingresos hasta por mil 328 pesos diarios, 33 mil 200 pesos al mes.
Alejandro Brugués Rodríguez detalla que es complicado salir de la codependencia de esta práctica, y advierte que combina otros problemas como las adicciones, la falta de vivienda y de preparación para el trabajo.
Palacios Lozano apunta que durante su investigación de maestría “vi más gente pidiendo dinero que gente que no pedía. Si se hiciera un análisis breve sobre cuánta gente da una moneda cada tantos minutos, observaríamos que los limosneros sacan muy bien para sobrevivir y a veces hasta un poco más”.

Circo, maroma y ‘varo’

Alejandro pertenece al Colectivo de artistas “Barimalá” desde hace tres años.
Ahí aprendió a controlar el yoyo chino. En el tiempo de ocio mientras estudiaba en el Centro Municipal de las Artes (Cema) dominó otras “suertes circenses callejeras”.
A sus 23 años contrajo matrimonio. Es padre de dos niños. Dejó la escuela y ahora trabaja en una maquiladora.
Cuando sale al crucero, en Centeno y Panamericana, asegura que recauda hasta 300 pesos, casi la mitad del salario que devenga en la maquiladora en una semana… pero sólo en tres horas de exhibición con el yoyo chino que domina con una cuerda de seda.
“La gente nos aprecia, reconoce la labor de distracción que ejercemos. Hay horas de cien pesos, otras de 200 pesos. Con eso completo los ingresos para la familia, con tres horas a la semana en la calle moviendo el yoyo” detalla.
Alejandro dice que el único impedimento para su labor es la Policía Municipal, que los considera “vagos” y en ocasiones los traslada a Barandilla, donde tienen que pagar multas de 300 a 500 pesos para quedar en libertad.
“Ya no nos molestan tanto. Saben que somos de un colectivo artístico y que nuestra labor no afecta a nadie. Nos recomiendan a veces que no acerquemos nuestros instrumentos con fuego a los vehículos, pero nada más”, relata mientras espera que el semáforo vuelva a rojo, una pausa de un minuto, aproximadamente.
El sociólogo Felipe Palacios Lozano coincide en que las autoridades ven a estos malabaristas como vándalos, gente que ensucia el paisaje urbano, sin quehacer, y que deberían estar trabajando. La mayoría, agrega, son estudiantes universitarios que ven en el crucero una fuente de ingresos.
Y es que el especialista asegura que Juárez es una plaza fuerte para los limosneros “porque hay tantos cruceros donde pasa tanta gente, que hasta en el crucero de mi calle puedo ponerme a malabarear y ya llegará una moneda de algún transeúnte”.
Esto lo confirma Julio Vargas, un indígena de origen mixteco que cada año se traslada con su hermano y su tío a Juárez desde Huajuapan de León, Oaxaca. Dicen que Juárez es una buena plaza, de las mejores del país para danzar, pedir dinero en los cruceros y promover la cultura prehispánica.
Ataviado con penacho, pectoral, taparrabo y caracoles sobre sus tobillos, Julio toca la flauta prehispánica y un tamborcillo mientras sus acompañantes danzan y piden dinero.
Entre los tres pueden reunir hasta 400 pesos en una hora, sin embargo asegura que la mayor parte de lo que recaudan es para dar mantenimiento a trajes e instrumentos: en calzado, plumas para los penachos y cueros para los tambores, y para pagar los pasajes, la comida, el hospedaje y mandar un poco de dinero a sus familias, explica.
“Venimos a Juárez porque es un buen lugar para trabajar. Aquí la gente nos aprecia”, señala.
Julio y sus familiares danzan en promedio cuatro horas al día. Es suficiente.
“Román” dice que no sólo por hacer dinero toca la guitarra y entona canciones de contenido cristiano y bíblico a bordo de los camiones de transporte público .
“Mi misión es predicar la Palabra de Dios entre mis semejantes. Toco de dos a tres horas por día, y la gente me ayuda con hasta 200 pesos”.
Después de estar casi todo el día sobre una silla de ruedas pidiendo limosna, le han visto retirarse por la tarde del crucero en Lincoln y Hermanos Escobar alrededor de las 6 de la tarde.
Avanza unas dos cuadras hacia el poniente, y entre los callejones se levanta de la silla, la dobla, la carga y prosigue su camino “a pie”.
Por esta peculiar situación, sus compañeros en el crucero le dicen “Lázaro”, porque “se levanta y anda”.
Alejandro, “Rosana”, José Martín, “Rubén”, danzantes, cirqueros, indígenas, personas con discapacidad y adultos mayores, todos están convencidos de algo: su trabajo, aunque arriesgado, es de los mejores pagados en Juárez, una ciudad caracterizada por la solidaridad y un alto sentido de la caridad.
“Hay mucha gente que vive de la calle, pero que no vive en la calle”, concluye Palacios Lozano.

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