Internacional

El comienzo de una nueva vida para un niño refugiado

The New York Times

2018-05-12

Beshud— El camión se abrió camino por puertos de montaña en la oscuridad antes del amanecer, lleno de todos los objetos de una vida de refugiados reconstruida a lo largo de treinta años.
La familia Shah había sido expulsada del lugar seguro que su patriarca les había encontrado en Pakistán durante la última guerra, contra los soviéticos. Ahora estaban regresando a Afganistán, un lugar afectado por una guerra más larga y más reciente que ha provocado que cientos de miles huyan.
Se aferraron a todo lo que pudieron: botes de ropa, montones de cobijas, ollas y sartenes, once camas charpoy —tradicionales de India—, cuarenta pollos, dos palomas, una cabra y más. Las mujeres y los niños, alrededor de una veintena, iban en la parte superior del camión o abarrotados entre las pertenencias en la parte trasera.
Entre ellos estaba un niño de 6 años llamado Bilal, que tomaba con fuerza una pequeña jaula. Ahí llevaba a Toti, su perico, su único amigo en un país en el que nunca había estado y su escape en los días solitarios en el cañón desolado donde comenzarían sus nuevas vidas.
La gran familia que estableció Dawran Shah, el abuelo de Bilal, estaba entre los casi 100 mil afganos sin documentos que expulsaron de Pakistán el año pasado. Muchos de ellos fueron repatriados a la fuerza, pero otros, como los Shah, estaban hartos de que la policía los hiciera blanco de sus abusos.
En la provincia de Nangarhar, la región rocosa en el este de Afganistán donde se reubicaron, una de cada tres personas ha tenido que desplazarse internamente a causa de los conflictos o es un refugiado que ha regresado, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones.
El nuevo vecindario de la familia es un sitio desolado; solo hay unas cuantas casas en el cañón de una montaña. Cuando bajaron sus cosas del camión, las mujeres y los niños lloraron al ver su nuevo hogar, dijo Shah. (Muchas de las casas se construyen con la ayuda del Consejo Noruego de Refugiados. The New York Times supo de Bilal gracias a un fotógrafo que había capturado imágenes del niño en nombre del grupo de asistencia).
“Nuestra casa allá tenía un balcón, tres habitaciones y también había un cuarto para invitados”, dijo Bilal sobre su casa en Pakistán. “Aquí tenemos dos habitaciones y no tienen puertas. Y tenemos dos tiendas de campaña”.
Bilal tenía 4 años cuando encontró a Toti, en un país distinto, uno más verde, donde la vida parecía abundante.
Shah, el abuelo de Bilal, se había instalado en la zona de Hashtnaghar en el noroeste de Pakistán, luego de escapar de su hogar en la provincia de Kunar poco después de que los soviéticos invadieron Afganistán. Cultivaba tomates y calabacines. A lo largo de treinta años, su familia se volvió grande.
Bilal había acompañado a su padre, Jamshed, a los campos el día en que vieron al perico, sobre la rama de un álamo.
“Mi padre sacudió la rama. Toti se cayó y yo le tiré mi bufanda encima”, recordó Bilal.
¿Qué tan grande era Toti?
“Era un bebé, así de grande”, dijo Bilal, juntando sus pequeños dedos.
Bilal y Toti eran inseparables: juntos en casa, juntos en el campo, juntos cuando Bilal estaba afuera jugando con otros niños.
“Tenía diez amigos: Noor Agha, Khan, Mano”, dijo Bilal. “Hacíamos casas”.
Las únicas veces en que Bilal bajaba a Toti de su hombro era para darle granos y cacahuates o para poner la jaula del ave bajo su cama por las noches.
Después tuvieron que mudarse. Para algunos refugiados, ni treinta años en un solo lugar son suficientes para echar raíces en un nuevo hogar.
Durante casi dos semanas después de que se habían instalado en Nangarhar, Jamshed, el padre de Bilal, intentó encontrar trabajo. Sin embargo, cada día, regresaba sin haber encontrado nada más que deudas nuevas.
Un día, Jamshed se vino abajo. “Debemos saldar todas estas deudas. Cuando te veo así de preocupado, no me gusta”, le dijo Jamshed a Shah, según recuerda. “Padre, ¿me das permiso?”. Así, Jamshed se unió al Ejército y lo enviaron al intranquilo sur. Una guerra que cobra cerca de cincuenta vidas de todos los bandos cada día requiere sangre nueva.
Para Bilal, la nueva vida no era fácil. Su abuela murió de diabetes ahí. No tenía muchos amigos con quienes jugar. Sus tres hermanas son pequeñas y una de ellas, Lalmina, está discapacitada por una enfermedad que podría ser polio, según pensaba la familia.
“Estaba asustado aquí. Mis amigos no estaban aquí; se quedaron allá”, dijo Bilal. “Me enfermé; los ojos me dolían y tenía fiebre. El médico me dio pastillas”. No obstante, Bilal tenía a Toti. Todo el día, el ave se posaba sobre su hombro y ambos subían la montaña detrás de su nueva casa y se quedaban ahí durante horas.
“Toti, Toti”, Bilal le decía al ave.
“¡Toti!”, respondía el ave.
Una noche hace casi dos meses, Bilal puso a Toti en la jaula y, como cada noche, la deslizó bajo su cama. Cuando despertó en la mañana, Toti estaba en el suelo de la jaula, inmóvil.
“Le envié la foto a mi papá por internet. Le dije: ‘Toti está muerto’”, dijo Bilal. “Me respondió: ‘Cuando llegue a casa, te compraré otro’”.
Es difícil saber qué pudo haberle pasado a Toti. El abuelo de Bilal dice que fue el cambio de clima en Afganistán, la misma razón que explica la muerte de las dos palomas y los cuarenta pollos.
“Las jaulas están vacías”, dijo Shah.
La muerte de Toti fue devastadora para Bilal. Había perdido al amigo que lo ayudaba a soportar los días. Pero, con el tiempo, llegaría algo de consuelo.
A veinte minutos de la casa de Bilal, Asadullah Safi daba clases todos los días en su casa. Un grupo estaba financiando la escuela improvisada. Bilal comenzó a asistir casi al final de ese programa, acompañado de Yasir, un familiar que le agradaba. No tenía documentos oficiales, así que no pudieron registrarlo como estudiante regular.
A diferencia del resto de los treinta niños, no tenía libros ni mochila. Sin embargo, cuando uno de esos niños abandonó el curso, la familia devolvió la mochila y los libros, y Safi se los dio a Bilal. Registrado con el nombre de alguien más, comenzó a aprender. Bilal ya no está solo (de hecho, hay un par de niños más que se llaman Bilal en la clase). Ahora corre y juega.
En una grieta de la pared que está afuera de su habitación, Bilal puso algunas plumas de Toti, una ofrenda para un pequeño amigo.

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