Internacional

Logra escapar niña regalada a un comandante del Estado Islámico

Mohammed A. Salih
Washington Post

2014-09-10

Washington – Esta es la historia que me contó una niña yazidi de 14 años que yo llamo ‘Narin’, quien actualmente se está quedando en el norte de Kurdistán en Irak. Yo soy un periodista kurdo con una licenciatura en periodismo de la Universidad de Missouri en Columbia quien cubre el norte de Irak como reportero independiente para varios noticieros internacionales. Escuché sobre el cuento de Narin por medio de un amigo yazidi que la conocía. Aparte de traducir del idioma kurdo y dar a conocer su historia en colaboración con los editores del Washington Post, las únicas cosas que he cambiado son los nombres, a petición de Narin, para protegerla a ella y a otras víctimas de las represalias; muchos de sus familiares aún están cautivos.

Cuando el sol se elevó en mi aldea el pasado 3 de agosto, mis familiares llegaron con las terribles noticias: yihadistas del Estado Islámico de Irak y al-Sham (ISIS) venían por nosotros. Yo esperaba que fuera simplemente otro día lleno de tareas domésticas en Tel Uzer, un tranquilo lugar al oeste de las planicies Nineveh de Irak, donde vivía con mi familia. En su lugar, tuvimos que huir del pueblo a pie, cargando sólo con nuestra ropa y algunas cosas de valor.
Tras una hora de caminar rumbo al norte, nos detuvimos a beber agua de un pozo en el corazón del desierto. Nuestro plan era refugiarnos en el monte Sinjar, junto con miles de otros yazidis como nosotros que también habían huido, ya que habíamos escuchado un montón de historias sobre la brutalidad del Estado Islámico y lo que le habían hecho a los que no eran musulmanes. Habían estado convirtiendo a las pequeñas minorías religiosas o simplemente las mataban. Pero de repente, varios vehículos llegaron y nos encontramos rodeados de militantes vistiendo uniformes del Estado Islámico. Varias personas gritaron aterradas; temíamos por nuestras vidas. Nunca me he sentido tan vulnerable en mis 14 años de vida. Habían bloqueado nuestro camino hacia un lugar seguro, y no había nada que pudiéramos hacer.
Los militantes nos separaron por género y edad: un grupo para los hombres jóvenes y competentes, y otro para las niñas y mujeres jóvenes, y un tercero para los hombres viejos y las mujeres. Los yihadistas robaron el dinero y joyas del último grupo, y los dejaron solos en el oasis. Luego pusieron a las niñas y a las mujeres en unas camionetas. Mientras nos llevaban en los vehículos, escuchamos disparos. Luego nos enteramos que estaban matando a los hombres jóvenes, incluyendo a mi hermano mayor de 19 años, quien se había casado hacía unos seis meses.
Esa tarde, nos llevaron a una escuela abandonada en Baaj, un pequeño pueblo al oeste de Mosul cerca de la frontera siria. Ahí conocimos a muchas otras mujeres yazidi que habían sido capturadas por el Estados Islámico. Sus padres, hermanos y esposos habían sido asesinados, según nos dijeron. Luego los combatientes del Estado Islámico entraron. Uno de de ellos recitó las palabras del shahada, el credo musulmán —“Yo declaro que no hay otro dios más que Alá, y que Mahoma es su profeta”— y luego nos dijo que si repetíamos las palabras nos convertiríamos en musulmanes. Pero nos rehusamos. Se pusieron furiosos. Nos insultaron y maldijeron nuestras creencias.
Un par de días después, fuimos llevadas a un enorme salón lleno de unas cuantas docenas de más mujeres y niñas yazidi en Mosul, donde el Estado Islámico tiene sus cuarteles generales iraquíes. Algunos de los combatientes eran de mi edad. De vez en cuando, un hombre del Estado Islámico venía y nos decía que nos convirtiéramos, pero cada vez nos rehusábamos. Como fieles yazidis, no abandonaríamos nuestra religión. Llorábamos mucho y lamentábamos las pérdidas que nuestra comunidad sufrió.
Un día, nuestros guardias separaron a las mujeres casadas de las solteras. Mi buena amiga de la infancia, Shayma, y yo fuimos regaladas a dos miembros del Estado Islámico del sur, cerca de Bagdad. Ellos querían convertirnos en sus esposas o concubinas. Shayma fue regalada a Abu Hussein, quien era un clérigo. Yo fui regalada a un hombre gordo y de barba negra de unos 50 años de edad que parecía tener un alto rango. Se hacía llamar Abu Ahmed. Nos llevaron en auto a su casa en Fallujah. En el camino, vimos a muchos combatientes del Estados Islámico y los restos de sus batallas.
Abu Ahmed, Abu Hussein y un auxiliar vivían en una casa en Fallujah que parecía un palacio. Abu Ahmed me seguía diciendo que me convirtiera, lo cual ignoré. Intentó violarme en varias ocasiones, pero no le permití que me tocara de ninguna manera sexual. En su lugar, me maldijo y me golpeaba todos los días, pegándome y pateándome. Me daba de comer una sola vez al día. Shayma y yo comenzamos a hablar sobre quitarnos la vida.
Nos dieron teléfonos móviles y nos ordenaron que les habláramos a nuestras familias. La travesía de ellos había sido igual de dura como la de nosotras; habían llegado al monte Sinjar, donde el ISIS los acorraló e intentó matarlos de hambre. Después de cinco días de asedio, las fuerzas kurdas de rescate los evacuaron a Siria y luego los trajo de vuelta al norte de Irak. Si viajaban a Mosul y se convertían al Islam, nuestros captores nos hicieron que les dijéramos, nosotras seríamos liberadas. Era entendible que ellos no confiaban en ISIS, por lo que no hicieron el viaje.
El sexto día en Fallujah, Abu Ahmed y el auxiliar se fueron a atender ciertos asuntos en Mosul. Abu Hussein, el captor de Shayma, se quedó con nosotras. Alrededor de la puesta del sol de la tarde del día siguiente, fue a la mezquita a rezar, dejándonos solas en la casa. Usamos entonces nuestros celulares, contactamos a Mahmoud, un amigo sunní del primo de Shayma, quien vivía en Fallujah, y le pedimos ayuda. Era muy peligroso para él intentar rescatarnos de la casa, por lo que Shayma y yo usamos cuchillos de la cocina y cuchillos de carnicero para romper los candados de dos puertas y poder huir. Vistiendo abayas tradicionales de color negro que encontramos en la casa, caminamos unos 15 minutos por el pueblo, el cual estaba en silencio debido a los servicios religiosos de la tarde. Luego Mahmoud llegó por nosotras, nos encontró en la calle y nos llevó a su casa.
Esa noche, Mahmoud nos dio de comer y nos preparó un lugar para dormir. A la mañana siguiente, le ordenó a un taxista que nos llevara a todos hasta Bagdad, a dos horas de distancia en auto. El taxista dijo que tenía miedo del Estado Islámico, pero se ofreció ayudarnos por amor a Dios. Nos vestimos como mujeres de la localidad y cubrimos nuestras caras con una niqab, dejando únicamente nuestros ojos visibles. Mahmoud nos dio identificaciones de estudiantes falsas en caso de que fuéramos detenidos en los retenes.
Nunca había sentido tanta ansiedad. En cada reten, estaba segura que nos descubrirían. En uno de estos —no recuerdo si estaba controlado por el Estado Islámico o por las fuerzas iraquíes— Mahmoud sobornó a los guardias para que nos dejaran pasar. Habíamos contactado a yazidis y musulmanes kurdos, que eran amigos de la familia, para que nos ayudaran en Bagdad. No puedo describir la delirante sensación de alivio cuando llegamos a la casa de ellos.
En Bagdad nuestros amigos nos dieron otro par de identificaciones falsas con las que pudimos abordar un avión a Irbil, la capital en el norte de Kurdistán. Aún no podía creer que estuviéramos libres cuando nuestro avión aterrizó. Después de pasar la noche en Irbil en la casa de un miembro yazidi del parlamento iraquí, Vian Dakhil, viajamos al norte, a Shekhan, a la residencia de Baba Sheikh, el líder espiritual del mundo yazidi.
Después de haber sentido tanto miedo por muchos días, el poder abrazar a mi padre fue el mejor momento de mi vida. Él dijo que había llorado por mí todos los días desde que desaparecí. Esa tarde, fuimos a Khanke, donde mi madre se estaba quedando con sus familiares. Nos abrazamos y lloramos hasta el desmayo. Mi proeza de un mes de duración, había terminado, y me sentí renacida.
Pero llegaron malas noticias. Fue entonces que me enteré que el Estado Islámico había matado a mi hermano en el oasis. Mi cuñada, una hermosa mujer, aún está cautiva en algún lugar de Mosul. Ahora estoy intentando de entender lo que pasó. Nunca podré poner un pie en nuestra pequeña aldea, incluso si logra ser liberada del yugo impuesto por el Estados Islámico, porque la memoria de mi hermano que murió cerca de ahí me haría mucho daño. Aún tengo pesadillas y soy arrastrada por la tristeza —cuando recuerdo lo que vi o me imagino lo que pudo haber pasado si Shayma y yo no nos hubiéramos escapado.
¿Qué puedo hacer? Quiero irme de este país para siempre. Este país no es lugar de nadie. Quiero ir a un lugar donde pueda tener un nuevo comienzo, si eso es posible.

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