Internacional

Familias hondureñas deportadas enfrentan carencias

Associated Press

2014-07-23

Tocoa, Honduras— Elsa Ramírez ya había perdido a dos hermanos a raíz de la violencia que azota esta remota región caribeña cuando compañeros de trabajo involucrados en el narcotráfico asesinaron a su esposo hace cuatro meses.
Los asesinos fueron entonces por ella.
Ramírez había visto mensajes en Facebook y había oído de parientes que las madres que viajan a Estados Unidos con sus hijos podrán permanecer en ese país si logran cruzar la frontera. Decidió entonces partir hacia el norte con su hijos Sandra, de ocho años, y César, de cinco y quien se llama igual que su difunto padre.
Dos semanas y miles de kilómetros más tarde, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos había devuelto a Ramírez a la tierra de la que había huido en la provincia hondureña de Colón. La mujer seguía temiendo ser asesinada por la misma gente que mató a su esposo y ahora no tenía ningún plan para salir de esa pesadilla.
“No me quería venir pensé”, expresó. “No le voy a poder cumplir los sueños a mis hijos. Me decían vas a trabajar para que nos compres un teléfono, una computadora y juguetes. Yo les decía que sí y lo que pudiera les iba a dar. Ahora ya no va ser así”.
Abrumadas por la cantidad de mujeres y niños no acompañados que están cruzando ilegalmente la frontera, las autoridades estadounidenses intensificaron las deportaciones de centroamericanos. Ramírez fue una de 58 mujeres y niños enviados la semana pasada a San Pedro Sula, considerada una de las ciudades más peligrosas del mundo.
La inmigración ilegal de familias sobre todo centroamericanas y de menores sin sus padres alcanzó su máxima histórica este año al circular rumores de que los niños y las mujeres con menores podrían permanecer en Estados Unidos a la espera de que se resolviese su situación, lo que podía tomar años debido a los atrasos en la tramitación de estos casos. Más de 55 mil familias y de 57 mil menores no acompañados han llegado desde el 1ro de octubre y el gobierno de Barack Obama respondió ampliando la capacidad de alojar a inmigrantes detenidos y aumentando las deportaciones de familias, con lo que se procura desalentar más llegadas.
Durante un viaje en camión de seis horas a Tocoa, un valle agrícola donde abundan las mansiones, Ramírez describió la vida en una región donde nada genera las ganancias del narcotráfico. Un hermano fue asesinado en una disputa familiar y otro cuando fue a cobrar una deuda. Su esposo trabajaba en vuelos clandestinos con cargamentos de cocaína y una vez ganó 4 mil dólares en un solo día. A veces guardaba drogas en su modesta vivienda.
“Tengo miedo, porque cuando uno está involucrado en eso le pueden hacer algo a tu familia”, dijo Ramírez.
La provincia de Colón es el centro de las operaciones de narcotráfico en Honduras, que se extienden por provincias caribeñas que son de las más peligrosas en un país con la tasa de asesinatos más alta del mundo. En el 2012 la DEA (Departamento Antidrogas Estadounidense) lanzó la Operación Anvil para combatir el flagelo, pero la suspendió tras la muerte de dos pilotos y cuatro civiles y los vuelos continúan.
Después de su muerte, los familiares de su marido se quedaron con la casa de la pareja. Lo único que le dejaron a la viuda de 27 años fue su moto, su ropa y unas pocas fotos tomadas con el celular, en las que él aparece siempre con su inseparable pistola.
Una mujer con dos hijos sin perspectivas de encontrar trabajo, Ramírez se quedó en la casa de su madre hasta que un pariente que vive en los Estados Unidos le envió dinero para un viaje en autobús por México y para pagarle a un coyote para que la ayudase a cruzar el río Bravo y llegar a Texas.
Ramírez partió con su hermana Yadira y sus dos hijos el 3 de junio y cruzó Guatemala. Tres días después ingresó a México. Se quedaron en el pueblo de Tapachula dos semanas, durante las cuales Yadira trabajó en bares de la frontera, bebiendo y bailando con hombres a cambio de dinero. Ramírez, quien es una cristiana evangélica que estuvo con su marido desde los 16 años, se negó a hacerlo.
Dijo que no estaba acostumbrada a “atender hombres”.
Finalmente se fue en autobús a Ciudad de México sin su hermana. Fue un viaje de 16 horas que hizo con sus hijos en su falda porque no tenía dinero para pagar más de un pasaje.
Llevaba su identificación, las partidas de nacimiento de los niños, el certificado de defunción de su marido y una placa de honor que su hija había recibido en una escuela. Llegaron a Reynosa, localidad fronteriza pegada a McAllen, Texas, donde otros migrantes le dijeron que tratase de no llamar la atención porque había muchos secuestros. Pero ella necesitaba seguir su camino.
Una tarde, cuando se disponía a tomar un taxi, un grupo de individuos se la llevó a ella y a sus hijos y los retuvieron una noche, exigiendo dinero. A la mañana siguiente descubrieron que la puerta no tenía llave y la mujer y los chicos escaparon y se fueron a buscar a un coyote.
El hombre las tuvo con él cinco días a la espera de que la familia hiciese un depósito de 2 mil dólares.
Cuando llegó a la frontera, Ramírez se entregó a las autoridades de inmigración de Estados Unidos.
“Me preguntaron si llevaba armas o explosivos”, relató. “Yo les conté de mi problema y me dijeron que ellos no tenían nada que ver, que eso lo tenía que hablar con el juez, más adelante”.
Pero fue deportada sin haber visto a un juez.
No recuerda exactamente los días ni los sitios por los que pasó. Viajó en autobús a varios centros del servicio de inmigración, donde durmió en el piso o en lo que los migrantes llaman “neveras”, porque el aire acondicionado está tan fuerte. Una noche su hijo jugaba con otro pequeño en el baño y se golpeó la cabeza en el inodoro, comenzando a sangrar profusamente.
Los guardias de inmigración la quisieron esposar a la ambulancia en la que el pequeño fue llevado a un hospital, donde se le dieron dos puntos.
“Les dije cómo van a pensar que me voy a ir y voy a dejar a mi hijo”, comentó.
La noche antes de abordar el avión que la trajo de vuelta a Honduras, Ramírez soñó con su difunto esposo. “No me decía nada, solo me abrazaba”.
Cuando el avión aterrizó en San Pedro Sula, la primera dama hondureña Ana García de Hernández se presentó para darles la bienvenida a las mujeres y los niños.
En el centro de inmigración Ramírez recibió una bolsita con algunos comestibles, jugo y agua como para un día y el equivalente a 25 dólares en lempiras, la moneda hondureña.
Las mujeres deportadas estaban furiosas.
Karen Ferrera, de 25 años, regresaba a El Pogreso, un barrio de las afueras de San Pedro Sula manejado por pandillas, junto con su hijo de ocho meses. Había intentado llegar a Wisconsin, donde vive su madre.
“Les dije que yo era madre soltera, que tenía tres niñas, que no tenía ni dónde vivir acá en Honduras”, cuenta entre lágrimas.
Glendis Ramírez, de 22 años, también regresó a Tocoa, donde se montó en un caballo para llegar a su pueblo, que se encuentra a dos horas. Antes de partir tiró las zapatillas de tenis que usó durante su fallido viaje a Estados Unidos.
“No los quiero ni ver”, afirmó.
Cuando Elsa Ramírez llegó a Tocoa, abrazó a su madre, con una mezcla de alivio y frustración. Ninguna de las dos sabe lo que les depara el futuro. Ramírez dijo que podría esconderse en la casa de su madre por un tiempo y luego buscar trabajo como cocinera o en una tienda.
Dado que los asesinos de su esposo siguen libres, tal vez trate nuevamente de llegar a Estados Unidos, esta vez sin sus hijos.
“Dios no quiso” que lo lograse la primera vez, declaró. “Él sabe por qué nos tiene aquí”.

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