Padma Lakshmi / The New York Times
2018-09-25
Cuando tenía 16 años empecé a salir con un chico que conocí en el centro comercial Puente Hills, en un suburbio de Los Ángeles. Yo trabajaba ahí después de la escuela, en el mostrador de accesorios de Robinsons-May. Él trabajaba en una tienda de alta gama para caballeros. Llegaba vestido con un traje gris de seda y coqueteaba conmigo. Estaba en la universidad y yo pensaba que era encantador y guapo. Tenía 23 años.
Cuando íbamos a pasear, él estacionaba el auto fuera de mi casa, entraba, se sentaba en nuestro sillón y conversaba con mi madre. Ninguna noche me llevó tarde de regreso si al día siguiente tenía que ir a la escuela. Fuimos íntimos hasta cierto punto, pero él sabía que yo era virgen y que no estaba segura de cuándo estaría lista para tener sexo.
En la víspera de Año Nuevo, tan solo unos meses después de que comenzamos a salir, me violó.
He meditado sobre este incidente la semana pasada, mientras dos mujeres se pronunciaban para detallar acusaciones contra el nominado a la Corte Suprema de Estados Unidos, Brett Kavanaugh. Christine Blasey Ford dijo que él se subió sobre ella y le tapó la boca durante un intento de violación cuando ambos estaban en el bachillerato, y Deborah Ramírez dijo que él se exhibió ante ella cuando estaban en la universidad.
El presidente Donald Trump tuiteó el 21 de septiembre que si lo que Ford decía fuera verdad, habría presentado un reporte ante la policía hace años. Sin embargo, yo entiendo por qué ambas mujeres podrían haber mantenido esta información en secreto durante tantos años, sin involucrar a la policía. Durante años, yo hice lo mismo. El viernes tuiteé sobre lo que me ocurrió hace tantos años.
Tal vez quieras saber si había estado bebiendo la noche de mi violación. No importa, pero no estaba borracha. Tal vez querrás saber qué ropa llevaba o si había sido ambigua sobre mis deseos. De nuevo no importa, pero vestía un vestido largo negro de manga larga que solo dejaba ver mis hombros.
Los dos habíamos ido a dos fiestas. Después fuimos a su apartamento. Mientras conversábamos, me recosté en la cama y me quedé dormida porque estaba muy cansada.
Lo siguiente que recuerdo es despertar a causa de un dolor punzante muy fuerte, como el filo de un cuchillo entre mis piernas. Él estaba encima de mí. Le pregunté: “¿Qué estás haciendo?”. A lo que él respondió: “Solo dolerá durante un momento”. Yo grité: “Por favor, no lo hagas”.
El dolor era insoportable, y a medida que continuaba, lloraba de miedo.
Posteriormente, dijo: “Pensé que dolería menos si estabas dormida”. Y me llevó a casa.
No lo reporté. No les dije a mi madre ni a mis amigos ni, ciertamente, a la policía. Al principio estaba impactada. Esa noche le avisé a mi madre que llegué a casa y me fui a dormir, con la esperanza de olvidar esa tarde.
Pronto comencé a sentir que era mi culpa. En los años ochenta no era común escuchar el término “violación” asociado a una relación de pareja o una cita. Me imaginaba lo que los adultos dirían: “¿Qué demonios hacías en su apartamento? ¿Por qué salías con alguien tantos años mayor que tú?”.
Pienso que no lo clasifiqué como violación —ni siquiera como sexo— en mi mente. Siempre había pensado que cuando perdiera mi virginidad, sería algo muy importante. O al menos una decisión consensuada. La pérdida de control fue confusa. En mi mente, cuando algún día tuviera relaciones sexuales, sería para expresar amor, para compartir placer o para tener un bebé. Y esta claramente no era ninguna de esas cosas.
Después, cuando tuve otros novios durante el último año de bachillerato y mi primer año de universidad, les mentí: dije que todavía era virgen. Emocionalmente, todavía lo era.
Cuando pienso sobre ello ahora, me doy cuenta de que cuando ocurrió esa violación ya había absorbido ciertas lecciones. Cuando tenía 7 años, un familiar de mi padrastro me tocó entre las piernas y puso mi mano en su pene erecto. Poco después de decirles a mi madre y a mi padrastro, me enviaron a India durante un año para vivir con mis abuelos. La lección: si hablas, serás excluido.
Algunos dicen que un hombre no debería pagar el precio de un acto que cometió cuando era adolescente, pero la mujer paga el precio por el resto de su vida.
Estas experiencias me han afectado a mí y a mi capacidad de confiar. Me tomó décadas poder hablar sobre esto con parejas íntimas y con un terapeuta.
Algunos dicen que un hombre no debería pagar el precio de un acto que cometió cuando era adolescente, pero la mujer paga el precio por el resto de su vida y también lo hacen las personas que la aman.
Pienso que si en ese momento hubiera llamado violación a lo que me pasó —y les hubiera dicho a otras personas— tal vez habría sufrido menos. En retrospectiva, ahora pienso que dejé salirse con la suya a mi violador y decepcioné a la persona que yo era a los 16 años.
Ahora tengo una hija. Tiene 8 años. Durante años le he dicho las palabras más simples y más obvias que me tomó casi toda la vida entender: “Si cualquier persona te toca en tus partes privadas o te hace sentir incómoda, grita muy fuerte. Sal de ese lugar y cuéntale a alguien. Nadie tiene permiso de poner sus manos en ti. Tu cuerpo es tuyo”.
Ahora, 32 años después de mi violación, estoy diciendo públicamente lo que ocurrió. No tengo nada que ganar al hablar sobre esto. Sin embargo, todos tenemos mucho que perder si ponemos una fecha límite para decir la verdad sobre los ataques sexuales y si mantenemos los códigos de silencio que por generaciones han permitido a los hombres herir a las mujeres con impunidad.
En la actualidad, una de cada cuatro niños y uno de cada seis niños será sexualmente abusado antes de cumplir 18 años. Alzo la voz ahora porque quiero que todos luchemos para que nuestras hijas nunca conozcan este miedo y vergüenza, y que nuestros hijos sepan que los cuerpos de las niñas no existen para su placer y que el abuso tiene graves consecuencias.
Esos mensajes deberían ser muy claros mientras consideramos a quién designar para tomar decisiones en el máximo tribunal de Estados Unidos.
*Padma Lakshmi es la conductora y productora ejecutiva de "Top Chef", la autora de libros incluido “Love, Loss and What We Ate” y una embajadora de inmigración y derechos de las mujeres para la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU).