Espectaculos

Su otro legado

Cecilia Ester Castañeda/El Diario

2017-08-28

Hace años me llamó especialmente la atención un fan de Juan Gabriel perteneciente al club Arriba Juárez. Era un veinteañero muy tímido que trabajaba en el departamento de intendencia de un hotel y había sido niño de la calle. Para él, la historia de su ídolo representaba una luz de esperanza. Esa parte del legado del cantautor es tan importante como su música.

Alberto Aguilera Valadez, recordemos, llegó a Ciudad Juárez en 1950 teniendo meses de nacido. Era el hijo menor de una numerosa familia michoacana que había perdido recientemente a su padre. La madre, Victoria, consiguió trabajo como sirvienta en una residencia de la calle Lerdo mientras el niño crecía acostumbrado a ayudar a su familia. A los cinco años, fue visto lavando carros e internado con permiso de su madre en la Escuela de Mejoramiento Social para Mejores, que en ese tiempo funcionaba también como una especie de albergue.

A partir de entonces su familia dejó prácticamente de verlo.

Alberto tuvo la fortuna de contar con el apoyo de la directora de la institución, la profesora Micaela Alvarado, quien inclusive se lo llevaba en vacaciones de Navidad a su casa, y de figuras como Juan Contreras, su maestro de música y mentor. Pero su principal refugio fue el mundo de libertad que para esa alma sensible representaría siempre la música.

Luego, cuando a los 12 años de edad escapó de la escuela, después de recurrir temporalmente a su familiares terminó buscándose solo paso con una guitarra y un sueño. Aquí la historia es más conocida: el Callejón Carreño, la Avenida Juárez, Meche Álvarez, el Malibú, el Noa Noa.

A Alberto adolescente le tocó vivir una frontera rebosante de inmigrantes, turismo y vida nocturna en vivo. Era un entorno dispuesto a abrir las puertas a alguien como él: joven, trabajador, talentoso. Y Alberto –o Adán Luna, como se hizo llamar— aprovechó la oportunidad.

No fue fácil, desde luego. Era menor de edad, estaba solo, no tenía dinero ni estudios, su sexualidad lo delataba. El joven Alberto trabajaba en lo que podía mientras aprovechaba para dedicarse a la música el mayor tiempo posible. Hacía mandados en la Juárez, dicen quienes lo conocieron. Aguantaba humillaciones, pedía permiso para cantar, escribía en los baños de los antros. Tocaba puertas, y más puertas.

Esos años que le dieron tablas también forjaron su carácter. Cuando la disciplina, la perseverancia, el optimismo y la valentía empezaron a rendir frutos, Juan Gabriel estuvo listo. ¿Cómo pudo hacerlo? En alguna entrevista declaró haberse propuesto ser cada vez mejor —“ sonriendo haré las cosas con amor”, dice una de sus canciones— y pensar en cosas positivas. Se concentró en la música, sin permitir que nada lo desviara de su sueño.

Era fantasioso, cuentan. Probablemente así escapaba de los recuerdos tristes y la soledad. No necesitó evadirse de su difícil situación a través de los vicios que tantas vidas destruyen. Él estaba creando su propio universo. Y fue con todo por él.

Es una lección importante para los menores en situaciones denominadas “de alto riesgo”, para todos. Si Alberto Aguilera logró convertirse desde nada en el mayor autor musical en español gracias a su convicción, a su disciplina, a su confianza en sí mismo, entonces es posible salir adelante independientemente de la dificultad de las condiciones. Si Juan Gabriel se mostró siempre tan agradecido con este rincón donde la vida no se le dio fácil, quizá las pruebas por las que pasamos en Ciudad Juárez nos estén dando la oportunidad de ser mejores.

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